Hay congestión
aérea en el aeropuerto de Lisboa, así que no tenemos más remedio que permanecer
encerrados en el avión a la espera de que nos autoricen a rodar hacia la pista
de despegue. El piloto nos ha comunicado que estaremos al menos una hora
estacionados. Veo que los pasajeros aceptan el hecho con paciencia lusitana.
Dado que no podemos volar, aprovecho el tiempo muerto para escribir mi entrada
de hoy. En la ciudad de Madrid se celebra la solemnidad de la Virgen de la Almudena, pero en la Iglesia universal es la fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán. Ambas festividades tienen su enjundia, pero yo prefiero
orientarme en otra dirección. Regreso a Roma después de tres días en Portugal,
un país en el que me siento en casa y que siempre me sorprende con algo
nuevo. Me vuelvo satisfecho del trabajo realizado con los gobiernos de las
provincias claretianas de Bética (España), Portugal y Reino Unido-Irlanda,
aunque con una preocupación de fondo. Noto a nuestros misioneros bastante estresados,
con muchos frentes abiertos, conscientes de que, con menos personas, deben hacer más y, además, en un contexto que no siempre es favorable. No sé si se
trata de un problema objetivo o de una percepción subjetiva, pero produce
efectos indeseados que me hacen pensar. ¿Qué es lo que más necesitamos?
Acabo de leer en
un periódico digital un artículo, titulado Héroes con boina, en el que su autor afirma que muchos jóvenes de hoy, en general bien equipados para
el mundo laboral, no están dispuestos a trabajar mucho en empleos precarios y menos
a contentarse con sueldos que consideran bajos y hasta indignos. Les parece que
la sociedad no está siendo justa con ellos, después haber estudiado para
graduarse. No quieren plegarse porque eso significaría hacerle el juego al
sistema capitalista neoliberal, perpetuar una situación injusta. El articulista,
en tono crítico, se preguntaba qué pensarían de ellos sus bisabuelos, aquellos
hombres y mujeres del siglo XX que trabajaban de sol a sol, que se empleaban en
cualquier cosa (a menudo, en varias) y que, con mucho esfuerzo, consiguieron
que sus hijos (es decir, los abuelos de los actuales jóvenes) vivieran mejor y
sus nietos (o sea, los padres de los jóvenes actuales) accedieran a la
universidad y tuvieran empleos mejor remunerados. Es probable que les espetaran
una frase como ésta: “Os quejáis de vicio”. Ellos, que tuvieron que abrirse
camino en períodos de guerra y de posguerra, en medio de grandes penurias, no
comprenderían que uno se queje cuando, desde niño, ha tenido todo lo necesario
para vivir bien: casa, alimentación, educación, sanidad, diversiones, viajes,
etc.
Pero hay que reconocer que los tiempos
cambian, las situaciones evolucionan y los valores mutan. No es fácil ni justo juzgar
a una generación desde los parámetros de otra. Sin embargo, hay algo rescatable
en esta comparación intergeneracional: lo que más vale para afrontar la vida (incluyendo el campo laboral) no es
la preparación, ni siquiera las recomendaciones (por valiosas que sean), sino
la capacidad de esfuerzo, constancia y sacrificio. Personas bien preparadas,
pero poco habituadas a afrontar penurias y frustraciones, harán de cada
dificultad (laboral, emocional, afectiva) un problema insoluble más que una
oportunidad para seguir luchando y buscar nuevas respuestas. Algo parecido nos
puede estar pasando en el campo de la evangelización. No creo que hoy anunciar
el Evangelio sea mucho más difícil que en tiempos de san Antonio María Claret
(1807-1870), por ejemplo. Mientras muchos sacerdotes de su época se contentaban
con ir tirando –eran curas “de misa y olla”– él no se resignó a una vida cómoda:
quiso ser misionero, abrir caminos a la Palabra de Dios en circunstancias
difíciles y desafiantes. Tanto en su etapa catalana, como en el tiempo que pasó
en las islas Canarias, en Cuba y Madrid, o en París y Roma, siempre buscó
cauces para que Dios fuera “conocido,
amado, servido y alabado”. Su creatividad misionera fue fruto de una pasión
y no tanto de una preparación excelente o de un contexto propicio.
Es verdad que el
contexto condiciona mucho, pero no determina. Lo más determinante es siempre
nuestra actitud ante la vida; por eso, para todo (trabajar, relacionarse e
incluso evangelizar) “ci vuole coraggio”.
Utilizo deliberadamente esta expresión italiana –que significa “se requiere
valentía”– porque es la primera que acude a mi mente y porque expresa
eufónicamente lo que quiero decir. Sin valentía, sin coraje, incluso las
mejores ideas y actitudes acaban naufragando en el mar de la apatía o la
comodidad. El coraje no es el resultado de un aprendizaje académico sino el
fruto de una pasión interior. Cuando algo o alguien nos apasiona, somos capaces
de los mayores sacrificios. Podemos cansarnos físicamente, pero no nos
desgastamos ni emocional ni espiritualmente. Al contrario, cada nuevo
sacrificio alimenta el sentido de nuestra vida, recarga las baterías de
nuestras motivaciones y actitudes. Creo que hoy necesitamos jóvenes bien
preparados (tanto en el campo laboral como en el pastoral), pero lo que más
necesitamos son personas valientes, con una gran capacidad de lucha y sacrificio,
que no se vengan abajo ante las dificultades, que no piensen tanto en su propio
bienestar cuanto en el de las generaciones que vienen. El coraje solo se activa
cuando la esperanza nos abre a un horizonte que nos trasciende.
Enorme post! Enhorabuena y gracias :)
ResponderEliminarSin duda unas reflexiones con mucho sentido común y muy reales. Si esta persona es capaz de escribir esto dentro de un avión esperando el despegue, en el silencio de un despacho será apoteósico. Muy bueno. Gracias
ResponderEliminar