Mi abuelo materno solía repetir con frecuencia el
dicho popular: “Es antes la obligación que
la devoción”. Bueno, pues “por obligación”, que no “por devoción”, he pasado bastantes años de mi
vida viviendo en ciudades: pequeñas, medianas y grandes. Hay amigos míos que no sabrían vivir en otro
ambiente. No hacen más que ponderar sus bondades: tienes de todo, pasas
desapercibido, te aburres menos, encuentras más gente… Deben de
ser muchas más porque, según las estimaciones de las Naciones Unidas, dentro de
tres décadas el 70% de la población mundial vivirá en ciudades.
Por eso, hoy se afirma que el futuro de la humanidad se juega en las ciudades.
Para salir al paso de los muchos problemas que presentan las megápolis
actuales, ya se están experimentando las smart
cities (ciudades inteligentes), en las que la tecnología se pone al servicio de una mejora de la calidad de
vida y de la sostenibilidad del planeta. En esas ciudades, todas las
operaciones de la vida cotidiana estarán inteligentemente
organizadas: “desde la búsqueda de una plaza de aparcamiento para un
vehículo eléctrico hasta el control de la intensidad lumínica de las farolas
callejeras pasando por el perfeccionamiento del tráfico, la recogida de
residuos, la seguridad ciudadana o la vigilancia de la calidad del aire”.
No sé si algún día me tocará vivir en
una de esas ciudades inteligentes. De
momento, me conformo con habitar en una ciudad hermosísima, pero deteriorada y caótica.
Roma puede competir en historia y belleza con cualquier ciudad del mundo, pero
su organización deja mucho que desear. Hoy mismo he tardado casi dos horas en
llegar del aeropuerto a mi casa, una distancia de solo 34 kilómetros. Los
transportes públicos son muy deficientes, el asfaltado de las calles exhibe
hermosos baches históricos, la limpieza urbana se reduce a lo esencial, el
ruido del tráfico es la banda sonora que acompaña nuestro horario… Con este expediente
es difícil ser un urbanita convencido. Yo, al menos, no lo soy. Vivo aquí “por
obligación”, pero no “por devoción”. Aun admirando los tesoros de esta ciudad
única, no me siento cautivado por ella. Y lo mismo podría decir con respecto a otras ciudades mejor organizadas y, en principio, más atractivas. Al cabo de un tiempo, me dejan vacío, perdido, víctima de un exceso de estímulos que, lejos de ayudarme, me aturullan. Me convierten en un ser anónimo, en uno más de una masa informe y acelerada, en un don nadie.
Soy rural por extracción y por convicción.
No ignoro las miserias de cierto mundo rural (entre las que destaca el “control
social” que se ejerce sobre el individuo), pero es el ambiente en el que se da,
a mi juicio, una interacción más armónica entre persona, comunidad y
naturaleza. Es curioso que muchas personas que quieren vivir una vida serena y
armoniosa regresan al mundo rural, como si la ciudad moderna fuera, en sí
misma, una fábrica de desequilibrios, un ámbito en el que se rompen los armónicos
de una vida humana sana: noche/día, silencio/ruido, persona/comunidad, naturaleza/historia,
hombre/Dios. Es muy posible que exagere, pero así es como veo las cosas. No
hablo de oídas, porque he vivido tiempos largos en ambos contextos: el urbano y
el rural. Reconozco, eso sí, que me pierden los colores. ¡Qué le vamos a hacer!
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