Nunca la he visto representada,
pero sé que Rosas de otoño
es una conocida pieza teatral del dramatugo español Jacinto Benavente. El
poeta argentino Leopoldo Lugones ha escrito versos hermosos sobre las
flores que nacen fuera de estación: “Abandonada
al lánguido embeleso / que alarga la otoñal melancolía, / tiembla la última
rosa que por eso / es más hermosa cuanto más tardía”. Viene esto a cuento
porque hace unos días he leído un interesante reportaje de la revista Vida Nueva.
Trata sobre la asociación Amigos
del Desierto, fundada por el sacerdote y escritor Pablo d’Ors. La obra es,
en cierta medida, fruto del librito Biografía del silencio,
sobre el que escribí
algo hace más de un año. De este libro se han vendido ya más de cien mil ejemplares, algo
insólito tratándose de una obra de espiritualidad escrita en español. Tanto el
libro como la asociación me parecen rosas de otoño; es decir, flores hermosas que
surgen cuando parece que ya no es tiempo, fuera de estación. Muchos creen que en Europa estamos viviendo
el otoño, si no el invierno, de la espiritualidad. Puede ser. Yo no estoy tan convencido
de ello. En todo caso, aunque así fuera, en medio del otoño, están brotando más
flores de las que imaginamos: personas y proyectos que alumbran algo nuevo. Son
“rosas de otoño”, más hermosas cuanto más tardías.
Cuando el director de Vida Nueva le pregunta a Pablo d’Ors a
quiénes va dirigido este camino espiritual, Pablo contesta que “no responde a los
alejados sociales, pero sí a los alejados espirituales. Son gente que, cuando
llega, no cumple con el precepto dominical, pero con una enorme hambre de trascendencia.
Por eso, nuestra propuesta inicial está abierta a creyentes y no creyentes,
pero saben que nuestra cepa es el cristianismo”. A lo largo del verano me he encontrado
con bastantes personas, incluyendo algunos amigos, que responden a este perfil,
hombres y mujeres “con una enorme hambre de trascendencia”. No acaban de
sentirse a gusto con la vida que llevan, pero tampoco se sienten atraídos por
las prácticas religiosas tradicionales. Sienten la nostalgia o el anhelo -según
los casos- de “algo diferente”, pero no saben muy bien por dónde tirar. Todo
les suena a déjà vu, a propuestas
viejas o recicladas. Echan de menos alguna rosa fresca, aunque estemos viviendo
un otoño cultural. Son conscientes de que esta búsqueda puede acabar
difuminándose en la nada, a menos que encuentren pistas concretas y, si es
posible, algún guía experimentado. Los Amigos
del Desierto constituyen uno de los muchos caminos que se están abriendo paso en
los últimos años. Merece la pena saber de qué se trata. Ellos mismos dicen que “más
que de movimiento, hablamos de red, que responde mejor a la sensibilidad
contemporánea. Somos hijos del desierto, no funcionarios del templo. En la
Iglesia acabamos creando siempre estructuras y acabamos viviendo para
mantenerlas”.
Más allá de las personas
e instituciones concretas, detrás de estas propuestas hay algo de fondo que a
mí me atrae: la búsqueda de sentido, el deseo de vivir con más profundidad, la
atracción de la alegría. Hay personas que orientan más su búsqueda en línea mística. Valoran el silencio y la
meditación, bucean en su mundo interior, acentúan el más allá de todo. Otras se inclinan por la línea profético-social. Valoran el compromiso y la ayuda a los
demás, buscan la transformación de este mundo, acentúan el más acá de todo. No son caminos opuestos sino complementarios. Lo
vemos claro en Jesús. Él no ha separado su cercanía al hombre necesitado de su
intimidad con el Dios-Abbá. Unir ambas dimensiones, tan separadas culturalmente,
es para mí el mayor desafío de una espiritualidad auténtica. Cuando oigo de
personas y grupos que acentúan una en detrimento de la otra, enseguida percibo
que no llegarán muy lejos porque “no se puede separar lo que Dios ha unido”.
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