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jueves, 14 de septiembre de 2017

Aprender a ser padre

Un compañero claretiano, que ha trabajado muchos años con jóvenes, tanto en Francia como en España, ha colgado en su cuenta de Facebook la carta que un joven le escribió a su padre hace unos meses, después de abandonar la casa familiar. Ha sido el mismo padre el que, arrepentido de su conducta, le ha pedido a mi compañero que la difundiera, por si puede ayudar a otros padres que se encuentran en situaciones parecidas a la suya. No todos los jóvenes que atraviesan crisis, como la del autor de la carta, abandonan su casa, pero a menudo almacenan un sufrimiento que condiciona toda su vida. Se trata, sobre todo, de un problema de comunicación. Muchos padres consideran que lo mejor que pueden hacer por sus hijos es proveerlos de todos los medios materiales para su desarrollo. Sienten la necesidad de rellenar los vacíos que tal vez ellos experimentaron en su juventud. Se olvidan, sin embargo, de que la mayor necesidad es el cariño y la comunicación. Trabajan tanto… que no tienen tiempo para los hijos a los que dicen amar. A veces, cuando se quieren dar cuenta, es ya demasiado tarde. Os dejo con la carta. Necesita pocos comentarios. Hace pensar.

“Lejano padre. He dudado, al escribirte estas líneas, si llamarte padre o no. Desde el tiempo de mis recuerdos pocas veces he visto en ti gestos que me permitieran pensar que tú eras, realmente, mi padre. Siempre me has aparecido como el jefe, el patrón, el que siempre ha tenido la razón, el hombre que sólo él poseía la verdad. Antes yo iba viviendo con el cuidado y el cariño de mamá. Pero desde que ella murió, el buen entendimiento en casa ha ido desapareciendo y mi interior se ha ido degradando y desanimando lentamente.

Ante tus ojos yo siempre he sido el holgazán, el niño-joven sin experiencia, alocado, tonto, que no sabe lo que es sufrir, que no piensa, que sólo busca estar fuera. Tú nunca fuiste así a mi edad. No ha habido ni un día que no me hayas repetido con insistencia en mismo refrán: “Yo he pasado y paso ratos muy duros para que vosotros no pasarais por ahí. No viví mi juventud, ni pude estudiar. Comencé a trabajar muy temprano y sigo trabajando. Todo por mi familia y, ahora, por vosotros… Pero esto no lo veis”.

Es cierto. Tú has trabajado mucho y no te ha resultado mal. Has querido ganar dinero y lo has conseguido. Pero aquí está el problema. En este afán de ganar dinero te has olvidado de dos cosas muy importantes: que tu mujer era tu esposa y no tu esclava, y que los hijos somos fruto del amor y no del dinero. Los hijos necesitamos dinero, es verdad, pero también y, sobre todo, necesitamos cariño y comprensión y amor. Y, aquí, tu fallo ha sido grave.

Muchas veces he querido hablar contigo de hombre a hombre, o de hijo a padre, para decirte todo lo que yo sentía en mi interior: mis dificultades, mis deseos, mis sufrimientos, mis desganas en el estudio, todo lo que hería mis adentros…, pero siempre te ha faltado tiempo para escucharme. El trabajo, “por nosotros”, te acaparaba y no te dejaba ni un instante libre, o descansado, para hablar con tu hijo. No pensabas que yo necesitaba no sólo al hombre que me alimentara, sino también y, sobre todo, al padre que me escuchara. Como comprenderás, una vida así no se puede llevar. He llegado ya al final. Hoy he tomado la decisión de irme de casa. Lo he reflexionado mucho y, por la edad, puedo hacerlo.

No quisiera hacerte sufrir, no es mi intención, sino hacerte comprender. No hace falta que alteres más las cosas. Yo estaré bien. No me voy con malas compañías. Me voy solo, pero ya con un trabajo. Quiero rehacer mi vida, sentirme un hombre, saber si valgo para algo. Explícale a mi hermana que me voy fuera a trabajar. Y sé para ella un padre, no un jefe. Escúchala. Yo seguiré teniéndote en mi corazón, pues, en el fondo, te quiero…Eres mi padre. Tal vez un día tengas noticias mías o nos volvamos a ver”.


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