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lunes, 11 de septiembre de 2017

Tiene que llover a cántaros

Hoy tendría que evocar los atentados del fatídico 11-S. Han pasado ya 16 largos años desde entonces. El mundo no es igual. Los libros de historia dirán que el siglo XXI comenzó entonces. El viaje del papa Francisco a Colombia merecería una larga reflexión. Y también las consecuencias devastadoras del huracán Irma en Estados Unidos. No olvido que hoy, en Cataluña, se celebra su fiesta nacional, la Diada. Miles de personas saldrán a la calle enarbolando banderas y símbolos. Es una oportunidad para gritar: Visca Catalunya. Teniendo en cuenta los acontecimientos de los últimos días, este año el independentismo jugará su baza con más fuerza que en años anteriores mientras algunos se preguntan por qué calla la mayoría. De todos modos, estoy tan saturado de artículos y reflexiones sobre este tema, que prefiero concentrarme en la tromba de agua que cayó ayer sobre Roma, después de un verano sequísimo, aunque en la Toscana fue mucho peor: hubo incluso víctimas mortales. Es como si toda la ciudad de Roma se hubiera puesto a cantar el himno Tiene que llover a cántaros de Pablo Guerrero. Mientras contemplaba la lluvia tras los cristales, me venía a la mente la famosa estrofa machadiana, aunque el invierno quede todavía lejos: “Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian. Monotonía / de lluvia tras los cristales”. Tiene algo de liberador pegar la nariz a los cristales de la ventana y disfrutar de la lluvia que cae: a ratos, monótonamente; otros, con furia. 

Sí, hemos acumulado tantas tensiones sociales en los últimos meses, que nos aproximamos a la “tormenta perfecta”. Yo podría quedarme tranquilo, recluido en mi cómoda casa, contemplando la escena a través de los cristales de Internet, asistiendo mudo a la recarga eléctrica de unos y otros. Pero hay veces en las que, aun a riesgo de quedar empapado o electrocutado, uno tiene que salir a la calle, mojarse, arremangarse y ponerse manos a la obra. Cuando, agotadas todas las posibilidades de disolver la tormenta con los medios a nuestro alcance, no se puede hacer ya nada, lo deseable es que las nubes rompan y que llueva a cántaros, que “se limpie la atmósfera”, como decía mi madre cuando yo era niño. La tensión acumulada tiene que liberarse. Después, todo será distinto. El olor a tierra mojada, tras una lluvia intensa, es un símbolo de un nuevo comienzo. No depende de nosotros que llueva o no llueva, pero sí aprovechar el momento después, la humedad y la frescura, para evaluar lo destruido, barrer las hojas acumuladas, limpiar el suelo embarrado y crear un nuevo orden más bello que el anterior.

Quizás me he levantado hoy con la bilirrubina poética un poco desbocada, pero hay veces en que solo un diluvio puede alumbrar un nuevo período de serenidad y reconstrucción. Es una de las claves simbólicas que la Biblia nos proporciona para entender la historia de la humanidad. En el pasado, este efecto catártico lo producían las guerras, la peste, los desastres naturales. Hoy, las tormentas son de otro tipo. Tienen rasgos sociales, políticos y mediáticos. A veces, tras diálogos abortados, no queda otro remedio que llegar al punto de máxima tensión para que se desate la tormenta y las nubes rompan. Solo entonces, cuando tomamos conciencia de lo que irresponsablemente hemos roto, de nuestro fracaso colectivo, podemos empezar otra vez con humildad y espíritu de colaboración. Toda crisis puede convertirse en oportunidad. Suena a mantra buenista, pero es una ley de vida. No sé por qué, intuyo que estamos ante uno de esos momentos. Sí, después de un año muy seco (en todos los aspectos), tiene que llover a cántaros.

Para aligerar el efecto de la tormenta, os dejo con aquella deliciosa canción que hoy suena muy, pero que muy retro. Es Gigliola Cinquetti cantado La pioggia


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