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domingo, 10 de septiembre de 2017

Que no se pierda ni uno

Se suele decir que el Evangelio de este XXIII Domingo del Tiempo Ordinario trata sobre el espinoso asunto de la corrección fraterna dentro de la comunidad cristiana. No creo que sea ésta la perspectiva más adecuada. La cuestión no es corregir o tolerar, sino algo más profundo, que, por desgracia, se omite en el fragmento que la liturgia nos propone hoy. En el versículo anterior, Jesús dice: “El Padre del cielo no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños” (v. 14). Esta es la clave: la preocupación sincera de Dios por cada uno de nosotros. ¿A qué Padre le da igual que sus hijos se malogren o vivan en plenitud? Donde no hay amor por las personas, no se da corrección fraterna sino ajuste de cuentas. Esta es, por desgracia, la dinámica más frecuente en nuestras sociedades. Cuando observamos que alguien actúa mal, no solemos pensar en ayudarlo sino en amonestarlo y, si llega el caso, castigarlo. Pasamos de la indiferencia más absoluta a las reivindicaciones más exigentes en una fracción de segundo. A veces, nos da igual todo: “Si se quieren drogar, allá ellos, ya son mayorcitos”. Otras, nos volvemos inquisidores: “A éste se le va a caer el pelo”. En ambos casos buscamos nuestra propia satisfacción (no complicarnos la vida o encontrar un resarcimiento), pero no tanto que la otra persona “no se pierda”, por utilizar la expresión de Jesús.

¿Cómo se procede, en la práctica, cuando tenemos que ayudar a alguien a que “no se pierda”, víctima de sus actitudes negativas o de sus malas acciones? El Evangelio de Mateo nos propone un itinerario en tres etapas que son aplicables a cualquier situación: familiar, social y eclesial.

La primera etapa consiste en hablar, de tú a tú, con la persona afectada, evitando la murmuración y la difamación. Sé, por experiencia, que no es nada fácil; sobre todo, cuando tememos que la otra persona pueda sentirse herida y reaccionar con agresividad. Para proceder bien es preciso poner en nuestros labios las mismas palabras de Dios: “Te aprecio y eres valioso y yo te quiero” (Is 43,4). Si nos atrevemos a decir algo no es por humillar a la otra persona o satisfacer nuestro secreto deseo de venganza, sino por amor, porque queremos que “no se pierda”. Y porque somos conscientes de que también nosotros podríamos encontrarnos en una situación semejante y nos gustaría que nos trataran con delicadeza y mucha comprensión, sin juicios sumarísimos. No me gustan nada las personas que van fanfarroneando de que ellas siempre dicen la verdad, caiga quien caiga. ¿Qué tipo de “verdad” es esa? La verdad que no nace del amor y produce amor, sino que genera divisiones, odios y rencores, es, en realidad, una mentira. No se puede ir por la vida aireando “todo lo que uno sabe”, amenazando con “tirar de la manta”, presumiendo de hablar sin tapujos. La verdad que mata es diabólica (cf. Jn 8,44), no procede de Dios. Por el contrario, cuando expresamos nuestra preocupación con humildad y empatía, recordando que tal vez agrandamos la mota en el ojo ajeno y no vemos la viga en nuestro propio ojo, la mayor parte de las personas aceptan nuestras observaciones de buen grado –aunque sean dolorosas– porque intuyen que las hacemos por su bien y que hemos escogido el lugar, el tiempo y el modo oportunos para hacerlas.

La segunda etapa se reserva para los casos graves en que una persona no quiere aceptar lo que se le dice y su conducta afecta negativamente a los demás. Entonces, el Evangelio recomienda que intervengan dos o tres personas más de confianza y que, en clima fraterno, se le ayude a “caer en la cuenta” de lo que está viviendo, sin perder nunca de vista el objetivo final: que “no se pierda”. El pequeño grupo crea una dinámica distinta al diálogo de tú a tú. Amplia las perspectivas, matiza las afirmaciones, equilibra los aspectos positivos y negativos, explora posibilidades de cambio, refuerza las decisiones que la persona toma, etc. He tenido experiencias muy hermosas en este segundo nivel.

A veces, no obstante, la persona se cierra tanto y la situación es tan grave, que no hay más remedio que llegar a la tercera etapa: poner la situación en conocimiento de la comunidad para que los responsables tomen las medidas oportunas, de forma que se salvaguarden los derechos de todos y se asegure que la persona “no se pierde”. Dejar pasar las cosas es, a menudo, la mejor forma de que se corrompan y produzcan mayor mal. Una comunidad que se reúne para este propósito tiene que ser consciente de que –como se afirma al final del Evangelio de hoy– “donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20). Jesús mismo está actuando a través de la comunidad reunida en su nombre.

Creo que muchas veces se malogra este proceso porque empezamos el itinerario por el final. En vez de dirigirnos a la persona afectada (primera etapa), comenzamos aireando sus problemas en el grupo (tercera etapa), con lo cual la persona se siente juzgada y excluida y se convierte en objeto de murmuraciones. Cuando sucede esto, deberíamos preguntarnos: ¿Qué busco yo cuando comento la situación de una persona con otra? ¿Busco desahogarme, demostrar lo observador y agudo que soy, minar la fama ajena, tranquilizar mi conciencia (“Al menos yo he informado; a mí, que me registren”)?  ¿Busco simplemente recabar un consejo por aquello de que “cuatro ojos ven más que dos”? ¿O busco que la persona caiga en la cuenta de su situación, explore una vía de salida y encuentre el apoyo necesario para recorrerla? No está de más formularse estas preguntas antes de dar el primer paso. 

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