He leído la carta
que Rodrigo Londoño,
líder de las FARC,
le ha enviado al papa Francisco con motivo de su visita pastoral a Colombia. En
ella escribe: “Sus reiteradas
exposiciones acerca de la misericordia infinita de Dios, me mueven a suplicar
su perdón por cualquier lágrima o dolor que hayamos ocasionado al pueblo de
Colombia o a uno de sus integrantes”. Y termina así: “Dios está con Usted, no hay duda. Rogamos porque en adelante esté
siempre con Colombia. Porque su amor reporte la paz, la reconciliación y la
justicia que tanto anhelan los hijos e hijas de esta patria. Desde su primer
paso en mi país sentí que por fin algo cambiaría”. No tengo ningún dato
para cuestionar la autenticidad y franqueza de esta carta. Más vale tarde que nunca. Imagino, sin embargo, que muchas víctimas
de las FARC a lo largo del último medio siglo se sentirán enojadas. ¿Pedir perdón a estas alturas, después de tantos años de sufrimientos? ¿No hubiera
sido mejor haber abandonado la guerrilla hace décadas? ¿Por qué el acuerdo de paz se ha hecho tanto
esperar? Son preguntas que hierven la sangre porque no se acercan a las
cuestiones desde el punto de vista de la ideología política o la estrategia
militar, sino desde las historias de los miles de hombres y mujeres asesinados. Es el grito, a menudo silencioso, de las víctimas.
A lo largo del verano, varios amigos me han hablado de que estaban leyendo la novela Patria,
del escritor vasco Fernando Aramburu.
Me han dicho que les ha conmovido adentrarse en los años de plomo de la banda
terrorista ETA, cuando para algunos era justificado matar en aras de un ideal nacionalista. Por entonces -hablamos de los años 70- yo estudiaba en Castro Urdiales (Cantabria), en el límite con el País Vasco. Recuerdo mis pasos por Bilbao. La ciudad de entonces me contagiaba un clima gris de temor y sordidez, como si todo fuera símbolo de la triste realidad que se vivía. Hoy, por el contrario, la serenidad y el color parecen augurar un nuevo tiempo de paz y reconciliación. Años más tarde, un amigo vasco me prometió acompañarme a visitar la Euskadi profunda (algunos pueblos guipuzcoanos) para que comprobara de cerca el clima de tensión que se mascaba. Nunca encontramos la oportunidad, pero parece que la novela lo describe muy bien. Yo no he leído el libro de Aramburu, aunque pienso hacerlo cuando se presente la oportunidad. No
tengo, pues, una opinión personal sobre ella. Me alegro de que muchos que en el
pasado justificaron la violencia -incluyendo algunos eclesiásticos, como el don Serapio de la novela- hayan
admitido su responsabilidad, hayan pedido perdón a las víctimas y estén contribuyendo
a construir una sociedad reconciliada. Más
vale tarde que nunca. Comprendo, sin embargo, que hay muchas heridas sin
cicatrizar y que el inmenso dolor infligido no se supera con una declaración
verbal, por sincera que sea. Se requiere algo más profundo.
¿Por qué tiene que pasar
tanto tiempo para que comprendamos el mal que hacemos? ¿Qué señuelos obnubilan nuestra conciencia hasta el punto de llevarnos a justificar lo injustificable? Hace muchos
años que las personas más auténticas se daban cuenta de la inhumanidad que
suponía asesinar por motivos políticos, pero muchos miraban para otro lado
sabiendo que esa violencia -aunque no la defendieran abiertamente- podía jugar
a su favor. Hoy nos escandalizamos y avergonzamos de estas actitudes. Nos parece impensable
que a finales del siglo XX y comienzos del XXI se produjeran fenómenos de este
tipo. Pero, en realidad, se siguen produciendo bajo la ceguera moral de muchos
de nosotros. Recuerdo que en mis años estudiantiles estaba de moda acercarse al
mundo de la droga. Era un signo de modernidad y liberación. Ya entonces me
parecía un infierno, pero muchos coetáneos se sintieron atraídos. Algunos
murieron. Es incalculable el dolor y la destrucción que ha producido la droga en
personas, familias y comunidades. Ahora hay una reacción social en contra, a pesar de que el
consumo sigue en auge, pero ya entonces muchas personas clarividentes veían las
consecuencias. Sus voces eran silenciadas y hasta ridiculizadas. Hoy escuchamos
con gusto a las estrellas del rock
que admiten que se equivocaron, que la droga fue un pecado de juventud. Creo que lo mismo va a suceder con respecto al aborto, la maternidad
subrogada, la explotación infantil, la trata de blancas, el desprecio de los inmigrantes, la contaminación ambiental… ¿Tendrán que pasar 50
años más para modificar nuestras actitudes y conductas cuando ya hoy es
evidente que se trata de realidades inhumanas?
Quizás la historia está condenada
a avanzar de este modo, a través de experiencias de contraste. Tenemos que
hundirnos en una ciénaga profunda para apreciar la luz. Pero no es el único
modo de progresar. Recuerdo que cuando estudiaba teología moral, mi profesor de entonces nos
decía que el descubrimiento de “lo humano” en cada época adviene por tres
caminos principales: a) las experiencias de contraste con “lo inhumano” (pensemos
los muchos valores que emergieron tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial); b) la búsqueda
interdisciplinar (pensemos en los avances que se producen cuando las ciencias,
las artes y las humanidades trabajan juntas para mejorar la vida de los seres humanos); y c) el magisterio moral de los “profetas
seculares” (es decir, de las personas que en cada época tienen una especial
clarividencia para otear la verdad, la bondad y la belleza). Jesús de
Nazaret fue, sin duda, uno de estos profetas que nos indicó el horizonte. No es
necesario creer en él como Hijo de Dios para advertir su profunda humanidad. Él
nos empujó a derrotar el mal a fuerza de bien, nos exhortó a amar a los
enemigos como el mejor modo de romper la espiral de la violencia, a perdonar
como camino de reconciliación. Él es el inventor de “la hora undécima” (cf. Mt 20,1-16), la hora de los que llegamos tarde a la cita: a veces, por negligencia o pereza; otras, por los accidentes del camino, por las heridas de la vida. Como empresario, resulta un desastre completo. Como rehabilitador del corazón
humano, no tiene parangón. También a los empleados que solo trabajan una hora,
cuando ya la jornada laboral está para concluir, les da el salario completo. No
es fácil entender y menos justificar este extraño e “injusto” comportamiento, a
menos que uno pertenezca al grupo de los que llegan tarde porque la vida los ha dejado en la cuneta. Entonces, todo
cambia. No hay como sentirse frágil y débil para comprender las fragilidades y debilidades de los otros. Más vale tarde que nunca.
Padre Gonzalo: gracias por estas palabras. Ud. Sabe muy bien que ya también tengo que decir: "más vale tarde que nunca", por mi "patria", la "matria" de las feministas, y por mí mismo, por mi "hora undécima". Que tenga un otoño luminoso, como son los otoños en Roma. Un abrazo fraterno.
ResponderEliminarPadre gracias por sus escritos, son justo para mi patria de nacimiento de Colombia y Guatemala por adopcion. Dios permita la Sabiduria y Salud al Papa. Y a usted para que siga ilustrandonos con su sapiensa.
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