Un mes lejos de
los aeropuertos me ha ayudado a pisar tierra... y no andarme por las nubes. Pero hoy
toca regresar a Roma por vía aérea. Escribo esta entrada en el aeropuerto de
Madrid mientras espero mi vuelo. A esta misma hora el
papa Francisco está también volando en sentido contrario: ha despegado
de Roma y se dirige a Colombia para una esperada visita pastoral a ese querido
país latinoamericano. Mientras, el Parlamento catalán se apresta a aprobar
la Ley del referéndum de independencia con los votos de JxSí y la CUP.
Da igual que se trate de una
ley que viola todas leyes. Estas dos formaciones políticas están
dispuestas a estrellarse. Con el paso del tiempo se arrepentirán del altísimo
precio que están haciendo pagar al país que dicen amar y defender. Pero será
demasiado tarde. El daño está hecho. Su reparación llevará tiempo. ¿Es posible
que se dé tal grado de ceguera colectiva? Parece que sí. La historia – una vez
más – no sirve para nada. No es magistra
vitae sino arma arrojadiza. Me duele que un pueblo admirado y querido esté subordinado
a un grupo de políticos tan insensatos, que – digámoslo con claridad – han sido
elegidos por una parte muy significativa de ese mismo pueblo, pero no son, sin
más, “el pueblo” y mucho menos Cataluña. La realidad social es más rica y
compleja que los esquemas simplistas con los que suele presentarse.
Creo que en
Roma el tiempo será más benigno que en el mes de julio. El otoño – mi estación favorita
– está a las puertas. Esperemos que no se caliente con el
asunto de Corea del Norte, pero ya se sabe que las guerras comienzan a
veces por asuntos en apariencia banales. Confieso que a veces añoro los tiempos
en los que los seres humanos solo conocían lo que sucedía en su aldea. Carecían
de información, pero, al menos, no estaban sometidos a la presión de hacerse
cargo de todo lo que sucede en el mundo. Nuestro umbral de tolerancia está
llegando al límite. Se puede disparar el botón automático de la indiferencia,
que es el peor de todos. Acostumbrados a recibir una noticia tras otras, desde
el índice Dow Jones hasta los afectados por el huracán Harvey, puede llegar un
momento en el que todos nos resbale, que nos dé igual dos muertos en accidente
de tráfico que cien por un atentado terrorista o miles por una hambruna en
Somalia. Comprendo la actitud de las personas que prefieren no leer periódicos,
ni escuchar la radio, ni ver la televisión. Puede parecer una falta de responsabilidad,
pero a menudo es una medida de higiene mental y emocional. Cada vez se está
poniendo más difícil eso de “pensar globalmente y actuar localmente”, como los
ecologistas pregonaban hace años.
Confieso que la
espera de mi vuelo se me está haciendo más corta dando rienda suelta a algunos
pensamientos deshilachados. Mi entrada de hoy no tiene tema. O quizá sí: es un
ejercicio de verbalización. Poner palabras a los pensamientos que nos rondan
por la cabeza es una forma de exorcizar los demonios que pueden contaminarlos. Nos exponemos a no ser comprendidos y también a ser criticados, pero ese
es el riesgo de toda comunicación humana. Sin correr alguno, la comunicación se
vuelve banal e insípida. “Que se hable de mí, aunque sea bien” es el deseo de
toda persona que se expone en público, consciente de que lo más común es que se
hable mal. Las redes sociales son inmisericordes. En fin, es el tiempo que nos
ha tocado vivir. Yo escribiendo y los altavoces del aeropuerto importunando con
eso de “Por la megafonía de este aeropuerto no se realizan llamadas de embarque”. No tengo más remedio que acercarme a los monitores y comprobar si mi vuelo está
en hora y qué puerta nos han asignado. Mañana más… con sabor romano.
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