Ayer, a eso de las dos de
la tarde, este Rincón registró la
cifra redonda de 150.000 visitas. Adjunto testimonio gráfico para que quede
constancia. Coincidió con la entrada 529. Está claro que se trata de un rincón digital
para “una inmensa minoría”. No es
como para tirar cohetes. Aquí nada es viral. Acostumbrados a un meme simpático de los muchos que corren
por el universo WhatsApp, o a un impactante
videoclip de You Tube, ¿quién se toma
la molestia de leer un texto de unas mil palabras y cinco minutos de duración, sobre cuestiones que casi siempre
tienen que ver con la fe y que, sin embargo, no son de cotilleo eclesial? Está claro que no es un buen momento para la lectura
y menos para la reflexión. Lo que cuentan son las emociones en estado puro, los
subidones de adrenalina, las arengas mitineras, los dogmas sin matices. Es la
hora de la tribu. Pero no hay que tirar la toalla. Quizás por eso es preciso
seguir con el trabajoso oficio del pensar. Es menos gratificante que un
exabrupto acompañado de un millar de likes,
pero quizás también menos efímero. Aquí estamos en la estación de la siembra,
no en la de la cosecha. La carta de Santiago nos da una pista: “Ved cómo el labrador aguarda el fruto
precioso de la tierra, esperando con paciencia las lluvias tempranas y tardías.
Pues vosotros, lo mismo: tened paciencia y buen ánimo, porque la venida del
Señor está próxima” (Sant 5,7-8). No os vais a librar tan fácilmente de
este escribidor. Queda mucho para lograr el millón de visitas. Y temas no
faltan. Así que, paciencia y buen humor. Y quizás alguna chispa de creatividad para que no cunda la rutina.
Lo que nos ofrece la
liturgia de este XXIV Domingo del Tiempo
Ordinario no se puede expresar con palabras. Solo quien ha vivido por dentro el
veneno de la venganza o quien ha experimentado alguna vez en su vida un perdón
inmerecido puede entender de qué va el mensaje de Jesús. Ante una ofensa, los
antiguos reaccionaban aplicando una violencia desmesurada. La ley del talión
introdujo un poco de mesura: “ojo por
ojo, diente por diente, herida por herida” (Ex 21,24). Eso del “ojo por ojo”
le parecía a Gandhi el mejor camino para que todos acabáramos ciegos, pero no
deja de ser un pequeño avance en la historia de la humanidad. El pueblo de
Israel fue incluso más lejos: intuyó el poder de la misericordia. En la primera
lectura de hoy se dice algo que me ha tocado el corazón: “Si un ser humano alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la
curación del Señor?” (Eclo 28,3). En tiempos de Jesús, los escribas
sostenían que un buen israelita debía perdonar hasta un máximo de tres veces.
En ese contexto, se comprende mejor la pregunta con la que Pedro empieza el fragmento
del evangelio de Mateo que leemos hoy: “¿Cuántas
veces debo perdonar a mi hermano? ¿Hasta siete veces?” (Mt 18,21). La
respuesta de Jesús es hiperbólica, desproporcionada, increíble: “No te digo hasta siete veces, sino hasta
setenta veces siete”. Es decir, sin límites. Por si no quedara claro, les
cuenta a todos -a nosotros- la orientalísima (por exagerada) parábola
del rey (a quien le debían diez mil talentos) y del empleado (a quien le debían
solo cien denarios). Me ahorro el
esfuerzo de traducir a euros la astronómica cifra primera y la pequeña, pero no
irrisoria (porque equivalía a cien jornales) cifra segunda.
Jesús habla de la energía
atómica del perdón. Nos invita a ser misericordiosos como el Padre Dios (cf. Lc
6,36). Y todo esto suena -reconozcámoslo- a música celestial. ¿Quién tiene el
coraje de perdonar cuando ha sido víctima de una flagrante injusticia, de una calumnia, de una violación o de un asesinato? ¿Quién perdona al cónyuge infiel, al pariente que ha extorsionado
con la herencia familiar, al amigo que traiciona la amistad, al terrorista que
ha asesinado a inocentes, al pederasta que abusa de niños, al corrupto que se
aprovecha de los bienes públicos, al traficante de droga que esclaviza a muchos? Hay situaciones humanas que nos desbordan,
que claman justicia… cuando no venganza. Es verdad que a menudo el mayor
perjudicado es quien se deja llevar por estos sentimientos negativos. El odio
corroe el propio corazón, hace inhumana la vida. Pero es un licor embriagador
que seduce a muchos y que parece anestesiar el dolor. El odio, incluso en
pequeñas dosis, es una droga de la que no es fácil liberarse. La única medicina
conocida es el perdón. ¿Es posible perdonar a otro cuando uno
mismo nunca ha tenido la experiencia de ser perdonado? Esta es la pregunta que
Jesús nos fórmula con su parábola exagerada.
Ante Dios, nadie puede
presumir de ser perfecto. Si lo hace, significa que no ha percibido la
enormidad del amor de Dios y la pequeñez de su respuesta. Cuando uno se ha
hundido en el propio pecado, cuando ha visto que el horizonte de la vida se
cierra, cuando ha perdido la esperanza de encontrar una salida airosa, cuando
los asideros ordinarios (la familia, el trabajo, la diversión) pierden valor,
cuando desciende a la sima de la depresión… y siente que Dios no le pasa factura,
sino que lo acoge como el padre de la parábola, entonces, solo entonces,
comienza a intuir qué significa ser perdonado. Y solo entonces tiene coraje y
fuerza para perdonar a otros. La experiencia es demasiado honda como para
creer que uno la comprende a las primeras de cambio. Estas lecciones no se
aprenden nunca leyendo un texto. La vida misma nos va colocando en situaciones límite
en las que o nos hundimos o descubrimos la fuerza revolucionaria del perdón:
primero, el que Dios nos regala; después, el que nosotros podemos compartir. Más a menudo de lo que creemos, la vida nos ofrece ejemplos maravillosos. Conviene contar estas historias reales de perdón, para que Caín no se convierta en nuestro único modelo.
Gonzalo: 150.000 visitas son muchísimas visitas y las que no puedes contabilizar porque son por correo, whatsapp.... ¡A por las siguientes 150.000¡¡¡¡¡. Gracias por seguir ahí. Un abrazo. María
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