Ya he confesado en este
Rincón que soy “urbano por obligación y rural por devoción”. Imagino que no merezco por eso ninguna penitencia. Hace unas semanas, disfruté de un hermoso paseo por el pinar de Vinuesa. Justo
es que ahora, entrados ya en septiembre, equilibre mi querencia rural con un
paseo urbano. Hace más de un año, escribí sobre siete
caras de Roma. Ayer disfruté recorriendo el kilómetro y medio que separa la
Plaza del Pueblo
de la Plaza de Venecia.
La calle rectilínea que une ambas plazas es la Via del Corso. Un
domingo por la tarde se convierte en un escaparate de humanidad. Uno tiene que
abrirse paso entre la marea de gente que la recorre de norte a sur y de sur a
norte. Hay turistas de medio mundo, pero también muchos romanos, sobre
todo jóvenes, que escogen esta calle como punto de encuentro o tontódromo. Junto a los
palacios renacentistas y las iglesias barrocas, abundan muchas tiendas de las marcas más
conocidas, desde Zara hasta Liu.Jo. El espacio se lo disputan los artistas callejeros, contorsionistas,
músicos, mendigos, soldados, policías, taxistas, y una variopinta gama de seres
humanos que se desplazan deprisa, como si tuvieran algo urgente que hacer. O como si no se sintieran habitantes de este no-lugar, sino solo usuarios ocasionales.
Yo, que no tenía ninguna
prisa, me dediqué a caminar despacio, observar a la gente y sacar algunas fotos con mi móvil. Mientras
contemplaba a unos y a otros y disfrutaba de la variedad, echaba de menos -no lo
puedo evitar- la serenidad y el silencio del bosque. Las aglomeraciones me reducen
a masa, me hacen sentir una hormiga sin nombre y sin rostro. Algunos disfrutan
con esta borrachera de anonimato. Yo la sufro. En cualquier caso, merece la
pena de vez en cuando someterse a un sufrimiento
de este tipo. Las calles de Roma tienen tal belleza que uno nunca se cansa. Constituyen también una fuente de aprendizaje. ¿Cómo puede haber gente tan ingeniosa y creativa? Comparto con
vosotros algo de lo que vi. Es solo un pequeño botón de muestra. Lo que no puedo compartir es el delicioso helado de chocolate negro y stracciatella con el que coroné la incursión urbana. Mi dispiace.
Impresiona encontrarse a La Gioconda por tierra, como si hubiese querido descender de su refugio parisino para mezclarse con la gente de a pie. Una Gioconda popular, agrandada, cercana y callejera. La Via del Corso se convierte en museo del pueblo. Aquí no hay controles de seguridad ni es necesario pagar entrada. Artista y obra se exhiben sin trampa ni cartón. Un plástico discreto cubre la obra por la noche para evitar que se deteriore con la lluvia.
Este tipo tiene algo de farsante, pero da el pego. Su aparente parsimonia oriental no es sino una forma, como otra cualquiera, de ganarse la vida. El color azafranado de su vestimenta refuerza su falsa identidad hindú. Todos se preguntan cómo es posible que se sostenga suspendido en el aire mientras imaginan el extraño artilugio que lo hace posible. ¡Estos turistas desconocen el poder de la meditación! Así no vamos a ninguna parte.
Esto es nuevo. Nunca había reparado en esos trozos de piedra colgados -o mejor, depositados- en las ramas de un árbol seco. Naturaleza y arte se funden en un abrazo, pero es un abrazo cansino, muerto. El conjunto parece más un cementerio que un jardín. ¿No será una metáfora de esta civilización?
Los contorsionistas parece que tienen en propiedad el espacio que hay delante de la basílica de San Ambrosio y San Carlos. No suelen fallar los domingos por la tarde. Público no les falta. Lo que escasean son las monedas. Mucho aplauso, muchas fotos, pero poco dinero. Es la cultura de la calle. Ellos lo saben y no se enojan.
Se merece la alfombra roja y hasta una estrella en el Paso de la Fama de Hollywood. Este pacífico can, que parece mirarnos con toda la tristeza del mundo, está hecho con arena de playa. Sí, sí, con arena dorada. Nada de silicona, caucho o plástico. Su autor lo ha dotado de tal realismo que solo le falta mover un poco la cola o reclamar unas monedas con un discreto ladrido. Si no fuera porque su amo lo impide, a uno le gustaría acariciarlo para mitigar un poco su melancolía.
No podía faltar algún artista del balón. Aspirantes a Maradona, Messi o Cristiano Ronaldo aprovechan también la tarde del domingo para mostrar sus habilidades y ganarse algún dinerillo. Poco, ¡para qué vamos a engañarnos! Los de ayer no eran especialmente habilidosos, pero sí simpáticos. No se puede tener todo en esta vida.
Aquí es donde me quedé más tiempo. Esta minibanda, formada por solo tres músicos (los dos guitarristas y el batería) me encantó. Parecían extraídos de los años 80. Su sonido era limpio, potente, seductor. De hecho, en torno a ellos se juntó un buen grupo de gente que no se conformaba con mirar, sino que grababa con sus móviles sus atrevidas interpretaciones. También yo lo hice. ¡Qué suerte!
Me hubiera gustado haber charlado con este músico solitario. Armado de su guitarra acústica, con la ayuda de un discreto amplificador, se hacía escuchar en medio del jolgorio de la calle. Pero se veía que era un ser de otro planeta. La funda de su guitarra, abierta de par en par, parecía un símbolo de su propia soledad. Todo en esta foto me dice algo, hasta las pintadas de la puerta abandonada. El toque melancólico y decadente, casi viscontiniano, invita a no tomarse en serio el lujo de la calle. Todo pasa. La procesión va por dentro.
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