Es uno de los dogmas de
moda. Un primo mío ha aprendido a despedirse con una fórmula que tal vez ha
copiado de algún locutor de radio o presentador de televisión. Cuando se va de
casa o sale de un bar no dice: “Hasta la próxima”, “Nos vemos mañana” o “Adiós”,
sino: “Que seáis felices”. La cosa no tendría mayor importancia si no fuera por
las connotaciones que la frasecita tiene. La gente suele responder: “Y tú
también”, que es como un remedo secular de la respuesta litúrgica: “Y con tu
espíritu”. Así que todos nos quedamos tan contentos, con la obligación de ser
felices el resto de la jornada, pase lo que pase. Luego, resulta que la vida nos pone muchas
veces contra las cuerdas y no es tan fácil cumplir el imperativo de ser felices.
Viene esto a propósito de varias situaciones conocidas en los últimos
meses. Se trata, en concreto, de un matrimonio que se ha separado tras diez
años de convivencia, de un religioso joven que ha dejado su comunidad al poco
tiempo de la primera profesión y de un sacerdote de mediana edad que ha
decidido solicitar la “pérdida del estado clerical”, que es como se denomina
ahora al popular “colgar la sotana”. Desconozco el proceso que les ha llevado a
decisiones tan drásticas. Es posible que sean fruto de un largo discernimiento
y quizás también la consecuencia de crisis insuperables. ¿Quién puede
juzgar lo que sucede en la conciencia de las personas? Solo queda una actitud
de cercanía, comprensión y apoyo. Lo que más me ha llamado la atención no han sido tanto los hechos (a los que uno nunca acaba de acostumbrarse, por más que se repitan con cierta frecuencia), cuanto algunos comentarios que he escuchado de personas allegadas: “Lo importante es que
sean felices”. La felicidad -tan inconmensurable, por otra parte- se ha convertido
paradójicamente en el baremo moderno para medir la verdad de nuestras
decisiones.
Cuando uno contrae
matrimonio, le promete al otro cónyuge “ser
[le] fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad…
todos los días de la vida”. Y lo mismo sucede cuando uno hace la profesión como
religioso o recibe la ordenación sacerdotal: promete ser fiel a los compromisos
adquiridos ante Dios. La fidelidad es, en
condiciones normales, el camino hacia la felicidad. De hecho, son numerosos
los novios que, a la hora de pronunciar la fórmula que acompaña la entrega de
los anillos, se hacen un lío entre dos palabras fonéticamente semejantes:
fidelidad y felicidad. Ambas constan de cuatro sílabas y comparten siete letras
de las nueve que las forman. La primera, con todo, resulta más difícil de pronunciar,
quizás porque es menos usada. Hace años, era tal el acento puesto sobre la
fidelidad que uno estaba dispuesto a ser infeliz con tal de ser fiel. La
sociedad le presionaba para ello. Hoy sucede lo contrario: uno prefiere ser infiel con tal de ser feliz. ¿O las cosas no son tan simples como parecen? ¿Es lo mismo fidelidad que permanencia? ¿Tiene sentido una fidelidad sin alegría? Fidelidad, ¿a qué o a quién? ¿No es la máxima expresión de fidelidad el respeto a la propia conciencia? Las preguntas no sobran.
El concepto de felicidad
es sumamente esquivo. El DRAE define la felicidad como “estado de grata satisfacción espiritual y física”. Si nos
internamos en el campo filosófico o psicológico, aumentan las perspectivas. Más
allá de los matices, es claro que la felicidad no equivale, sin más, a la
gratificación de todos nuestros deseos. Más aún: a veces, para ser feliz uno
debe preterir o frustrar algunos deseos en aras de ideales superiores. Todos vivimos
esto a diario. Por ejemplo, para experimentar la felicidad de aprobar un examen, necesito,
por lo general, renunciar a algunas satisfacciones legítimas y dedicar tiempo
al estudio. El hecho de conseguir el objetivo hace que estas renuncias no se
conviertan en frustraciones sino en momentos necesarios del proceso. Los
ejemplos podrían multiplicarse. La vida se basa en esta dinámica. Pero, ¿qué
sucede cuando introducimos el concepto de fidelidad a la palabra dada o, en el
caso de los creyentes, de fidelidad a Dios? Las cosas se complican un tanto. Tal
vez un sencillo silogismo pueda arrojar un poco de luz. En algún caso, en el que
me tocó acompañar a sacerdotes que decidieron dejar su ministerio, se produjo
un curioso -aunque no muy elaborado- razonamiento. Se partía de una premisa que
todo el mundo acepta hoy como incuestionable: “Dios quiere que seamos felices”.
Es una premisa universal, como la que afirma que “Todos los seres humanos somos
iguales”. Se añadía luego una premisa menor, circunstancial: “Esta mujer, de la
que me he enamorado, me hace muy feliz”. La conclusión no se hacía esperar: “Luego,
Dios quiere que me una a esta mujer y, para ello, que abandone mi sacerdocio”. ¿Cabe
alguna objeción? ¿No es un silogismo perfecto? Todo sea en aras de la sacrosanta felicidad. “Hijo, me has
dado un gran disgusto, pero lo que yo quiero es que tú seas feliz”, suele ser
la respuesta resignada de una madre comprensiva. Ya se encarga mi primo de recordarnos
esta máxima cada vez que se despide: “Que seáis felices”.
¿Dónde está el busilis? No,
ciertamente, en la conclusión, que parece desprenderse por su propio peso, sino
en la primera premisa. ¿Qué significa, en realidad, que “Dios quiere que seamos
felices”? ¿Significa que él desea que gratifiquemos todas nuestras apetencias
o, más bien, que, siendo fieles a la vocación recibida, encontremos en ella un
sentido a la vida, no exento de crisis y dificultades; en una palabra, no exento de cruz? La felicidad, por
decirlo un poco más técnicamente, ¿es cuestión de gratificación o, más bien, de sentido?
¿No reside la felicidad precisamente en la convicción de que, con la gracia de
Dios, podemos ser fieles al don recibido (sea éste el matrimonio, la vida
religiosa o el ministerio sacerdotal), aunque esto nos suponga en ocasiones renuncia y sufrimiento? No puede haber felicidad donde no hay
fidelidad. Ambas realidades son casi
intercambiables. Ambas expresan lo que Dios es: feliz y fiel a un tiempo. Esto no significa, naturalmente, que uno no haya podido
equivocarse en el discernimiento inicial o que no esté expuesto a situaciones
difíciles que exigen una atención particular. No me refiero a los casos
individuales, que siempre son únicos y necesitan ser abordados con mucha delicadeza y comprensión, sino al principio general. No estamos
llamados tanto a ser felices (y menos a triunfar) cuanto a ser fieles. La felicidad será siempre el
fruto maduro, como por añadidura, de una vida que busca, ante todo, conocer y
cumplir la voluntad de Dios. Él nunca deja de dar sentido a nuestra vida (y,
por lo tanto, de hacerla feliz), aunque atravesemos por períodos de sombras, tentaciones
y dificultades. Pero no parece que sea ésta la perspectiva que hoy más se
acentúa. Quizás eso explique nuestras frustraciones y tristezas.
Gran reflexión y conclusión. La sociedad del bienestar y ahora del hedonismo va por otro registro.
ResponderEliminarGracias padre. Valiosa reflexión para tomarla encuenta en todos los estamentos sociales y cualquier profesión, oficio o ministerio a desempeñar. Va para todos nosotros.
ResponderEliminarOjala que especialmente los gobernantes y miembros corruptos de la sociedad hicieran un balance de su egoista actitud y respondieran a su fidelidad a una nación.
Buenos días... Más de uno si te leyera diría que estás descosido del tiempo actual. No me gusta la sociedad actual pero mis recuerdos de niña también te digo que sentía hipocresía en la gente pues tenían dos caras. Sabemos donde estamos, hagamos el mundo más amable con nuestro ejemplo, ese es mi lema. Buen día Gonzalo
ResponderEliminarEs probable que tenga dificultades para interpretar algunos fenómenos del tiempo actual. Comparto lo que creo sinceramente.
Eliminar¿QUIERES VER A DIOS?
ResponderEliminar¡LEE ESTO!
Las tres cosas que te alejan y
Las tres que te acercan a Dios
- El exceso de alcohol te aleja de Dios
- El exceso de drogas te aleja de Dios
- El exceso de sexo sin amor también te aleja de Dios
Las tres que te acercan a Dios
- Ama a tu prójimo como a tí mismo
- Aprende a perdonar y
- A ser humilde
Eternamente
Joaquín Gorreta Martínez 62 años