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miércoles, 9 de agosto de 2017

Maestros de humildad y paciencia

Si uno se cree que es alguien por la formación recibida, el puesto que ocupa o las experiencias vividas, no hay nada como una “sesión de trabajo” con un grupo de niños para descender al nivel del suelo, del humus, que es la raíz de la palabra humildad. Uno está acostumbrado a que en muchos contextos le llamen de usted, le traten con deferencia y hasta le aplaudan si llega el caso. Entonces, llega una sobrina de siete años o un sobrino de tres y, en el ejercicio de su libertad irrefrenable, te espetan un “Eres tonto” que derriba en un segundo el castillo de naipes de la vanagloria. Para un niño pequeño, el título máximo al que puedes aspirar es el de “compañero de juegos”. Todos los demás son perfectamente inútiles y prescindibles. Si en los juegos demuestras tu incompetencia, puedes ser objeto de escarnio. Los niños no se cortan: “No tienes ni idea”, “Eres tonto”, “Mira cómo te gano”, etc. Si se te ocurre dejarte llevar, siquiera un poco, del deseo de ganar y, de hecho, ganas, entonces te llueven otro tipo de improperios: “Has hecho trampas”, “Eres un abusón”, “Así no vale”, etc. O sea, que en ambos casos llevas siempre las de perder. 

Los niños, en su insolencia, nos toman enseguida la medida. Nos obligan a despojarnos de cualquier ropaje con el que solemos disfrazar nuestra mediocridad y nos empujan a tumbarnos en el suelo y, a ese nivel, aprender a jugar; es decir, aprender a vivir. Naturalmente, ellos no son conscientes del magisterio implacable que ejercen con su osadía, pero, de hecho, consiguen rebajarnos como ningún otro ser humano puede hacerlo. Es como si hubieran leído la recomendación de Pablo en la carta a los Romanos: “Poneos al nivel de la gente humilde” (Rm 12,5). Una persona que nunca se deja educar por los niños corre el riesgo de no conocer sus puntos débiles (los niños los intuyen con precisión pasmosa) y de no desarrollar sus capacidades lúdicas. Corre un riesgo todavía mayor: el de no ser paciente. La paciencia no es una virtud muy valorada en la época de las comunicaciones ultrarrápidas, pero es esencial en los procesos de crecimiento personal. La impaciencia malogra la madurez. Parece que los niños, que son impacientes por naturaleza, están puestos para educar a los adultos en la paciencia de la que ellos carecen. En fin, paradojas de la vida.

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