El 6 de agosto de
1978 me encontraba dirigiendo un campamento de verano con un buen grupo de
niños y adolescentes. A primera hora de la tarde nos llegó la noticia de la muerte
del papa Pablo VI en su residencia de Castelgandolfo. Debió de ser a través de
algún transistor porque en aquellos años no existían los teléfonos móviles. En
la oración de la tarde arriamos la bandera y lo encomendamos al Señor. Unos
años antes, en 1945, los estadounidenses habían lanzado la primera bomba atómica
sobre Hiroshima. Para mí, la fiesta de la transfiguración del Señor siempre
está unida a estos dos acontecimientos, a los que años más tarde, se añadió la
muerte de uno de mis abuelos. Es, por lo tanto, una fiesta asociada a la muerte
que puede cambiar de figura. Lo que Jesús y sus tres discípulos amigos (Pedro,
Santiago y Juan) experimentan en la cumbre del monte es que la verdadera figura
de Jesús es un rostro resplandeciente porque es el rostro del Hijo amado en el
que Dios Padre se complace. Será un rostro escupido, ensangrentado, pero
siempre será el rostro hermoso del Hijo: “La
belleza salvará el mundo”.
Por eso, la
fiesta de la Transfiguración es un soplo de esperanza para todas las personas
que tienen el rostro desfigurado por la enfermedad, la desesperación, la pobreza
o la violencia. Subir a la montaña con Jesús supone cargar en nuestras mochilas
todas las situaciones que nos roban la identidad. Pero en la cumbre experimentamos
lo mismo que Jesús: que somos hijos queridos por Dios, que nada ni nadie puede
arrebatarnos nuestra dignidad. Es difícil describir con palabras en qué
consiste esta experiencia de la cumbre. Se trata, en efecto, de un cambio de figura,
de una transfiguración. Al descender al valle de la vida cotidiana es mejor no
contar demasiado lo que ha sucedido. La capacidad de afrontar con serenidad y esperanza
los problemas de la vida cotidiana será la mejor prueba de que Dios ha pasado
por nuestras vidas y, siquiera por unos instantes, nos ha hecho entrever su
misterio de amor.
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