Durante los cuatro últimos
días he leído en el periódico El Mundo
los artículos que ha ido escribiendo el periodista y escritor Antonio Lucas desde el monasterio
benedictino de Santo Domingo de Silos. La serie de cuatro entregas lleva un
título provocativo: Un ateo en Silos. Están bien
escritos, aunque, a veces, utiliza un lenguaje un poco rebuscado, como
corresponde a un escritor que se está haciendo. Más allá del estilo, me gusta que haya periodistas que emprendan estos viajes exóticos. Este es el balance de su
experiencia en el silencio del claustro: “Una semana después de ingresar en el
Monasterio de Silos, aceptando algunos de los rigores benedictinos, Dios o la
fe siguen sin ser el problema (el escepticismo y la distancia, al salir, son
iguales). La lección es el
descubrimiento de otra forma de silencio y su belleza. De la falta de
impaciencia. De poder uno escucharse en donde no se había oído. Esa manera
continua, sencilla y desquiciante de viajar de ti a ti que, ya lo dijimos, es
el oficio más peligroso”. No todos estamos llamados a ser monjes, pero si nunca
en la vida hemos experimentado “otra forma de silencio y su belleza” es
probable que nunca escuchemos la voz que susurra en nuestro interior. Y, por
tanto, que nunca descubramos a Dios.
Hoy os propongo un viaje muy
especial en cinco etapas. Lo vamos a hacer echando mano de algunas canciones que,
en su momento, me ayudaron a pensar y sentir en qué consiste la aventura de la
fe. No estoy seguro de que este estilo musical guste a todos los amigos del Rincón, pero nadie se ha muerto por escucharlas. Agradezco a Luis Alfredo Díaz, su autor e intérprete, con el que colaboré estrechamente hace unos años, la hondura de sus composiciones:
La primera etapa, cuando somos jóvenes, tiene que ver con esa
sensación de que todo lo que nos han enseñado de niños en relación con Dios es,
en el mejor de los casos, “un hermoso cuento de hadas” (haced click en el enlace anterior para escuchar la canción). ¿Cómo
es posible que Dios creara el mundo en siete días? ¿Hay alguien que se pueda
tragar el asunto del diluvio o el cruce del mar Rojo “a pie enjuto”? ¿Qué significa eso de que Jesús está presente en el pan de la Eucaristía? ¿De verdad vamos a resucitar después de esta vida terrena? Ya se sabe
que los adultos no creemos en estas pamplinas, así que lo mejor es dejarlas
escondidas en el baúl de los recuerdos y, si se tercia, recordarlas con una
suave nostalgia en algunos momentos de bajón sentimental. Estudiar la Biblia y su fuerte carga simbólica, profundizar en el Credo cristiano, no entra en la
lista de nuestras prioridades. Es más fácil cargarse todo de un plumazo que tomarse tiempo para una búsqueda paciente. ¡Que
piensen los otros!
La segunda etapa se adentra en la crítica pura y dura. Cuando la vida
nos coloca frente a las cuerdas del sinsentido, la injusticia o el sufrimiento
inútil, y no encontramos ninguna explicación plausible, entonces sacamos la
rabia que llevamos acumulada. Necesitamos ajustar las cuentas con alguien. Y si no atrapamos al responsable directo de
nuestros males, siempre nos queda el recurso de “echarle la culpa” al
Dios… en el que no creemos: ¿Por qué has permitido ese terremoto, o ese
accidente de tráfico estúpido, o la muerte de ese niño inocente por una bala perdida o una malaria inmisericorde? ¿Por qué hay tantos que
matan en tu nombre? ¿Por qué nos gastamos el dinero en armas y no resolvemos el
problema del hambre? ¿Por qué se mueren siempre los mejores y continúan vivos los corruptos para seguir medrando? La retahíla de preguntas no tiene fin: son “las
quejas de un ateo” (haced click en el enlace anterior para escuchar la canción). ¿Quién no ha pasado alguna vez por esta prueba? La fe, a veces, reviste la forma de desahogo.
La tercera etapa ensaya una relación medio furtiva. A medida que vamos haciendo el camino de la vida, caemos en la cuenta de que las cosas no son tan claras como las habíamos imaginado de jóvenes. No es fácil despachar el asunto Dios con cuatro tópicos o con cuatro respuestas inteligentes pero que no pasan el filtro del corazón. Cuando somos jóvenes, queremos exhibir músculo intelectual. A medida que pasa el tiempo, la inteligencia funciona de otra manera. Se hace más humilde y profunda. Empezamos a hacernos algunas preguntas inquietantes. Practicamos algunas maniobras de aproximación, pero no queremos que nos tilden de meapilas. En secreto, empezamos a dirigirnos a Él con las oraciones que todavía recordamos de cuando éramos niños: Padre nuestro, que estás en el cielo… Cuando se nos agotan las fórmulas, ensayamos oraciones más personales: Señor, si existes, échame una mano, estoy agotado. Cuando la vida nos coloca frente a las cuerdas de la depresión o el sinsentido, elevamos el tono: Por favor, ayúdame. En muchos casos, no experimentamos nada. Más aún, tenemos la impresión de “hablar con las paredes” (haced click en el enlace anterior para escuchar la canción). Nos sentimos como “un interlocutor al que le han colgado el teléfono, como un enamorado a quien devuelven sus cartas de amor”.
La cuarta etapa se abre camino con experiencias que nos desbordan. Curados por el silencio que acalla los ruidos, hasta las cosas más simples comienzan a hablarnos de él. Y sí, aunque sintamos un poco de vergüenza, comenzamos a creer, pero se trata de una fe vacilante, intermitente. Un día vemos todo claro, nos parece que Dios es lo más evidente que existe y, al día siguiente, nos sumergimos en la oscuridad, regresamos a nuestras convicciones juveniles, cuando, maleducados por los “maestros de la sospecha”, creíamos (¡qué paradoja!) a pie juntillas que Dios era el “opio del pueblo” (Marx), una “neurosis infantil” (Freud) o un “refugio de débiles” (Nietzsche). Nuestro himno en este tiempo es así de titubeante: “Creo, por eso a veces también dudo” (haced click en el enlace anterior para escuchar la canción). Este creer-dudar, ver-no ver, levantarse-caer... forma parte de nuestra dinámica vital.
La quinta etapa es el momento de la rendición; o sea, el momento del amor. Cansados de jugar al ratón y al gato, curados de nuestra autosuficiencia juvenil, probados por las heridas de la vida, caemos en la cuenta de que le amamos más de lo que estamos dispuestos a admitir, de que, en el fondo, incluso cuando lo hemos negado, hemos estado pendientes de su voz, hemos querido buscar su rostro. Ya no hay argumento que pueda destruir la certeza de que somos amados y de que lo amamos. Nos importa poco lo que piensen los demás, lo políticamente correcto, lo que se lleva o no se lleva. Cuando Dios se hace cargo de nuestra miseria y nos sentimos perdonados, acogidos, aupados… entonces solo podemos proferir dos palabras, las dos palabras más importantes del vocabulario humano: “Te amo” (haced click en el enlace anterior para escuchar la canción). No se trata de un I love you empalagoso y huero, fruto de una emoción efímera, sino de una verdadera confesión. Entonces, como cuando éramos niños, Dios vuelve a ser nuestro amigo. Mejor: nosotros volvemos a disfrutar de la vida siendo amigos suyos. ¡Disfrutar de la fe es lo máximo que le puede suceder a un ser humano! No es infrecuente que se nos escapen algunas lágrimas.
La tercera etapa ensaya una relación medio furtiva. A medida que vamos haciendo el camino de la vida, caemos en la cuenta de que las cosas no son tan claras como las habíamos imaginado de jóvenes. No es fácil despachar el asunto Dios con cuatro tópicos o con cuatro respuestas inteligentes pero que no pasan el filtro del corazón. Cuando somos jóvenes, queremos exhibir músculo intelectual. A medida que pasa el tiempo, la inteligencia funciona de otra manera. Se hace más humilde y profunda. Empezamos a hacernos algunas preguntas inquietantes. Practicamos algunas maniobras de aproximación, pero no queremos que nos tilden de meapilas. En secreto, empezamos a dirigirnos a Él con las oraciones que todavía recordamos de cuando éramos niños: Padre nuestro, que estás en el cielo… Cuando se nos agotan las fórmulas, ensayamos oraciones más personales: Señor, si existes, échame una mano, estoy agotado. Cuando la vida nos coloca frente a las cuerdas de la depresión o el sinsentido, elevamos el tono: Por favor, ayúdame. En muchos casos, no experimentamos nada. Más aún, tenemos la impresión de “hablar con las paredes” (haced click en el enlace anterior para escuchar la canción). Nos sentimos como “un interlocutor al que le han colgado el teléfono, como un enamorado a quien devuelven sus cartas de amor”.
La cuarta etapa se abre camino con experiencias que nos desbordan. Curados por el silencio que acalla los ruidos, hasta las cosas más simples comienzan a hablarnos de él. Y sí, aunque sintamos un poco de vergüenza, comenzamos a creer, pero se trata de una fe vacilante, intermitente. Un día vemos todo claro, nos parece que Dios es lo más evidente que existe y, al día siguiente, nos sumergimos en la oscuridad, regresamos a nuestras convicciones juveniles, cuando, maleducados por los “maestros de la sospecha”, creíamos (¡qué paradoja!) a pie juntillas que Dios era el “opio del pueblo” (Marx), una “neurosis infantil” (Freud) o un “refugio de débiles” (Nietzsche). Nuestro himno en este tiempo es así de titubeante: “Creo, por eso a veces también dudo” (haced click en el enlace anterior para escuchar la canción). Este creer-dudar, ver-no ver, levantarse-caer... forma parte de nuestra dinámica vital.
La quinta etapa es el momento de la rendición; o sea, el momento del amor. Cansados de jugar al ratón y al gato, curados de nuestra autosuficiencia juvenil, probados por las heridas de la vida, caemos en la cuenta de que le amamos más de lo que estamos dispuestos a admitir, de que, en el fondo, incluso cuando lo hemos negado, hemos estado pendientes de su voz, hemos querido buscar su rostro. Ya no hay argumento que pueda destruir la certeza de que somos amados y de que lo amamos. Nos importa poco lo que piensen los demás, lo políticamente correcto, lo que se lleva o no se lleva. Cuando Dios se hace cargo de nuestra miseria y nos sentimos perdonados, acogidos, aupados… entonces solo podemos proferir dos palabras, las dos palabras más importantes del vocabulario humano: “Te amo” (haced click en el enlace anterior para escuchar la canción). No se trata de un I love you empalagoso y huero, fruto de una emoción efímera, sino de una verdadera confesión. Entonces, como cuando éramos niños, Dios vuelve a ser nuestro amigo. Mejor: nosotros volvemos a disfrutar de la vida siendo amigos suyos. ¡Disfrutar de la fe es lo máximo que le puede suceder a un ser humano! No es infrecuente que se nos escapen algunas lágrimas.
Gracias Gonzalo
ResponderEliminarQuerido Gonzalo,
ResponderEliminarReconozco de manera parecida el recorrido que has descrito en el artículo, aunque tengo que agradecer que la fe en mi Dios siempre ha sido parte fundamental en mi vida y he tratado de no caer en reproches cuando la ocasión pudiera merecer.
Me encanta el homenaje que haces a Luis Alfredo, hombre sembrado por el Espíritu en sus canciones y que tanto bien ha sembrado. Gracias y disfruta de tu descanso.
Gracias, Juan. Cualquier día hago otro itinerario con canciones vuestras. Dan para mucho.
EliminarMe ha encantado. A veces deberíamos parar para, en el silencio, escuchar la voz interior.
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