Siempre me ha
gustado una canción de John B. Foley que se canta mucho en los Estados Unidos y, en
general, en los países anglófonos. El estribillo dice así: “Un pan, un cuerpo, un Señor de todos”. La he recordado en este día
en que celebramos la solemnidad
del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Si somos lo que comemos, quien se
alimenta de Cristo, se transforma en él y se convierte en alimento para los
demás. Me llama mucho la atención la importancia que hoy se otorga al cuerpo. El
verano suele convertirse en una especie de exposición de cuerpos al sol. Somos cuerpo. Es nuestra manera de estar en el mundo. La
corporalidad es la ventana por la cual asoma el misterio de nuestra identidad
personal. Sin cuerpo, no somos. Por eso, la fe cristiana no habla de
resurrección del alma sino de resurrección de la carne. La nuestra será una
carne glorificada, un cuerpo renovado. A pesar de las fuertes tendencias maniqueas
que a menudo han afectado al cristianismo, es difícil encontrar una doctrina
que valore más el cuerpo que la cristiana: desde el cuerpecito del bebé hasta
el cuerpo arrugado del anciano o el rígido del muerto, pasando por los cuerpos esplendorosos de los jóvenes. El cuerpo es un
sacramento de la existencia.
Nunca acabamos de
entender las palabras de Jesús que repetimos a diario en la Eucaristía: “Este es
mi cuerpo”, “Esta es mi sangre”. Jesús ha querido vincular su presencia corporal a unas realidades que forman
parte de nuestro alimento diario en las culturas mediterráneas: el pan y el
vino. Comiendo este alimento (“Danos hoy nuestro pan de cada día”) entramos en
comunión con él, hasta ser con él una sola cosa. Y entramos también en comunión
con todos aquellos que comen el mismo pan y beben el mismo vino. Pablo llega a
escribir una frase sorprendente en su primera carta a los Corintios: “Vosotros sois el cuerpo de Cristo” (1
Cor 12,27). Hay una unión indisoluble entre el cuerpo eucarístico del Señor y
su cuerpo eclesial. Quienes nos alimentamos de la Eucaristía nos hacemos
Iglesia. La Iglesia confecciona –como dice la teología tradicional– la Eucaristía.
Se trata de un “pan para la vida del
mundo”. Jesús quiere seguir alimentado a los seres humanos. Se convierte en viático
para el camino de la vida. Él es el “pan de la vida”. Una vieja canción que se cantaba hasta la saciedad en los años 70 y 80
rezaba así: “No podemos caminar con
hambre bajo el sol. Danos siempre el mismo pan: tu cuerpo y sangre Señor”. Expresaba
con claridad que es imposible recorrer el camino de la vida sin el alimento de
Jesús.
Hoy –lo mismo que
sucedió el pasado jueves en algunos sitios– se multiplicarán las expresiones de
fe y devoción popular en muchos lugares del mundo. Es el día de las grandes procesiones.
A algunos les parecen excesos
innecesarios que desfiguran el sentido genuino de la Eucaristía. Otros, sin
embargo, sienten que es una manera humana y hermosa –demasiado humana, si se quiere– de
celebrar la fe y de tomar conciencia de la presencia de Jesús en medio de
nosotros. Hay como un hermanamiento expresivo entre el cuerpo eucarístico y el
cuerpo eclesial. Eucaristía e Iglesia se funden para mostrar que Jesús sigue
vivo en medio de este mundo.
Escribo estas líneas en Vic, la ciudad catalana que conserva el sepulcro de san Antonio María Claret y donde fue fundada la congregación de los Misioneros Claretianos. Aquí recuerdo que Claret, estando en La Granja de Segovia en agosto de 1861, recibió la gracia mística de conservar las especies sacramentales en su pecho de una comunión a otra. Esta unión con el cuerpo de Cristo lo convirtió en pan para todos. La Eucaristía se convirtió para él en fuente de una extraordinaria fecundidad apostólica. A esto estamos llamados. Dentro de unas horas voy a compartir estos pensamientos con un grupo de unos 50 inmigrantes africanos (ghaneses, nigerianos, etc.) que se reúnen cada domingo en la cripta de nuestro templo para celebrar la misa en inglés. Cristo no tiene fronteras porque todos los que creemos en él, todos cuantos nos reunimos para celebrar la Eucaristía, somos el verdadero “cuerpo de Cristo”.
Escribo estas líneas en Vic, la ciudad catalana que conserva el sepulcro de san Antonio María Claret y donde fue fundada la congregación de los Misioneros Claretianos. Aquí recuerdo que Claret, estando en La Granja de Segovia en agosto de 1861, recibió la gracia mística de conservar las especies sacramentales en su pecho de una comunión a otra. Esta unión con el cuerpo de Cristo lo convirtió en pan para todos. La Eucaristía se convirtió para él en fuente de una extraordinaria fecundidad apostólica. A esto estamos llamados. Dentro de unas horas voy a compartir estos pensamientos con un grupo de unos 50 inmigrantes africanos (ghaneses, nigerianos, etc.) que se reúnen cada domingo en la cripta de nuestro templo para celebrar la misa en inglés. Cristo no tiene fronteras porque todos los que creemos en él, todos cuantos nos reunimos para celebrar la Eucaristía, somos el verdadero “cuerpo de Cristo”.
Os dejo con la canción de John B. Foley, One Bread, One Body (1978):
A través de facebook, me ha llegado otro artículo sobre el Corpus, con un título cuanto menos provocativo, "El cuerpo de Cristo ultrajado" (https://pastoralsj.org/vivir/1-el-cuerpo-de-cristo-ultrajado). Hace referencia a una cita conocida de Juan Crisóstomo, que quiero traer aquí:
ResponderEliminar“¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez.”
La traigo a tu blog por una frase porque dices: "Es el día de las grandes procesiones. A algunos les parecen excesos innecesarios que desfiguran el sentido genuino de la Eucaristía. Otros, sin embargo, sienten que es una manera humana y hermosa –demasiado humana, si se quiere– de celebrar la fe y de tomar conciencia de la presencia de Jesús en medio de nosotros..."
Yo llevo tiempo reflexionado sobre ello. Como colaborador en el Consejo de Apostolado Seglar de mi diócesis, me invitan cada año a participar en la procesión del Corpus... y cada año me resisto a participar. Porque no estoy seguro de que siga siendo un testimonio de fe evangelizador para quienes nos ven pasar... Quizás haya llegado la hora de repensar la expresiones públicas de fe, sin perder lo bueno acrisolado por siglos y piedad popular, pero renovándolo para dar expresión con lenguajes actuales y sentido renovado de nuestro Amor a la Eucaristía.