Son las 7.30 de
la mañana. Escribo en el tren que me lleva de Madrid a Barcelona. Son 659 kilómetros por tierras madrileñas, manchegas, aragonesas y catalanas. Después de
una noche calurosa, se agradece el aire acondicionado del vagón. Dispongo de
algo más de tres horas para leer el periódico, disfrutar del viaje escuchando
música… y escribir este post. Son las
ventajas de un medio tan cómodo y rápido como el tren AVE. Atrás queda el curso
que he dado a los 23 formadores de lengua inglesa en Colmenar Viejo. En su
mochila traen experiencias de la India, Japón, Indonesia, China, Corea del Sur,
Filipinas, Vietnam, Timor Oriental, Sri Lanka, Nigeria, Kenia, Uganda y Camerún.
La verdad es que he disfrutado mucho con su interés, gratitud y alegría. El
curso ha sido como un diálogo permanente. Hace ya muchos años que abandoné los
métodos puramente discursivos en los que el profesor habla y los alumnos
escuchan y toman notas. En el mejor de los casos, este método sirve para
admirar alguna idea sugestiva y disciplinar un poco el pensamiento; en la
mayoría de ellos, para no implicarse en un proceso reflexivo y adoptar una
actitud pasiva.
Vuelvo a Cataluña
tras un breve paréntesis madrileño. Vuelvo a la tierra de mi fundador, san
Antonio María Claret, y de la primera generación claretiana. Muchos de los pueblos
y ciudades de esta tierra me resultan familiares: o bien porque están
ligados a la vida de Claret y de algunos
misioneros o bien porque en ellos hay o ha habido comunidades claretianas. Pienso, sobe todo,
en Sallent, Vic y Barcelona. Pero también en Sabadell, Valls, Lleida, La Selva
del Camp, Tarragona, Montgat o Sant Boi de Llobregat. Esta es la razón por la que con
más frecuencia viajo a Cataluña. Pero, además de esta razón carismática –que
justifica por sí sola mi vinculación con ella–, tengo otros muchos motivos para
amar esta tierra, que he visitado infinidad de veces, desde la Costa Brava
hasta los Pirineos pasando por la llanura de Vic y subiendo hasta la hermosa
Girona. Quiero a sus gentes (entre las que tengo algunos buenos amigos), me
interesa su historia (que sigo conociendo –me leí en catalán todo el texto del fallido Estatut de 2006, cosa que
dudo que hiciera la mayoría de quienes lo apoyaron o criticaron–) y aprecio su
cultura (entiendo la lengua y la hablo una
mica, admiro a sus escritores y artistas y conozco algunas de sus
tradiciones). Eso sí: no soy hincha del Barça,
¡qué le vamos a hacer! Un defecto lo puede tener cualquiera. De los cuatro
pilares simbólico-fácticos de esta tierra (la Generalidad, Montserrat, CaixaBank y el Barça), me quedo, sin duda con
el segundo. La Moreneta me dice mucho
más que Lionel Messi o Gerard Piqué. E infinitamente más que Carles Puigdemont
o Artur Mas. He subido muchas veces hasta el Monasterio de Montserrat y he
besado la imagen de la pequeña y renegrida Virgen, dels catalans sempre sereu Princesa, dels espanyols Estrella d'Orient.
Sé que la
temperatura política sigue subiendo paralela a la temperatura meteorológica,
pero no es ahora el centro de mi preocupación. Hace ya mucho tiempo que en este
tema y en otros que figuran en la agenda social española, la visceralidad ha
sustituido a la reflexión. Ni huir hacia adelante caldeando los ánimos
independentistas (como parece hacer el actual gobierno de Cataluña) ni esperar
con los brazos cruzados hasta que escampe el temporal (como parece hacer el
gobierno central) son las mejores respuestas a una cuestión objetivamente seria
(el encaje de Cataluña en una nueva concepción de España y de Europa), pero
enormemente manipulada en los últimos años a base de alteraciones históricas, informaciones
sesgadas, deslealtades institucionales, piruetas jurídicas y chantajes
afectivos. ¿Cómo es posible que se haya llegado a una situación de este tipo en
pleno camino hacia una mayor y más articulada integración europea? ¿Por qué un
buen número de catalanes (¿cuántos?) no se sienten
(¡atención a este verbo!) españoles cuando Cataluña ha sido corresponsable y
motor de la creación de España, incluyendo el diseño del moderno Estado
democrático? Se han dado muchas respuestas a esta pregunta: el no suficiente
reconocimiento de su “hecho diferencial”, el adoctrinamiento independentista al
que han sido sometidas las nuevas generaciones, el desequilibrio en la balanza
fiscal del Estado, la tardía sentencia (2010) del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto, la crisis económica
del 2008, etc. El tiempo nos ayudará –quizá cuando ya sea demasiado tarde– a
medir el verdadero alcance de esta crisis y a lamentarnos de no haber hecho lo
que teníamos que hacer.
Mientras el AVE
avanza hacia la capital catalana, leo los periódicos que hablan de la muerte del excanciller alemán Helmut Kohl, un gigantón de casi dos metros que se empeñó a
fondo en la reunificación alemana y que soñaba con una especie de Estados
Unidos de Europa. Había nacido en 1930. Vivió la Segunda Guerra Mundial como
niño y adolescente. Sabía adónde conducen las exacerbaciones nacionalistas y
los complejos de superioridad. Se prometió a sí mismo hacer todo lo posible
para que nunca más en Europa se produjeran conflictos dañinos y fratricidas. No
era un visionario –odiaba esta
palabra– ni tenía el atractivo de otros políticos carismáticos como John F.
Kennedy, Margaret Thatcher o Mijail Gorbachov.
Pero sabía lo que quería y tenía la suficiente disciplina personal como
para luchar por ello, incluso cuando “su chica” Angela Merkel no veía las cosas
tan claras. El periodista Lluis Basset –catalán, por cierto– lo caracteriza
como “un hombre discretamente religioso y
también irónico”. A este propósito
recuerda una frase de Kohl que aúna estos dos rasgos: “Hay vida antes de la muerte y todo cristiano, protestante o católico,
tiene derecho a gozarla”. Es como la versión laica de la frase de Jesús: “He venido para que tengan vida y la tengan
en abundancia” (Jn 10,10).
En fin, hace ya
un tiempo que hemos pasado Zaragoza. Queda poco más de una hora para llegar a
la ciudad condal. En este momento circulamos a 302 kilómetros por hora. Por las
amplias ventanas del tren veo los mares verdes de frutales leridanos que ponen
una nota de color en los campos resecos por un sol implacable. ¡Ojalá estos
frutos de temporada (melocotones, peras, cerezas, nectarinas, etc.) sean
símbolo de personas razonables, abiertas, imaginativas, que no se dejan llevar
por prejuicios o reacciones viscerales sino que ponen cordura y lucidez a la
hora de abordar los problemas de la convivencia y encontrar soluciones
eficaces! Helmut Kohl, a pesar de sus indudables limitaciones, pertenece a esa
generación de políticos que buscaron fórmulas concretas para impulsar un
proyecto de unidad continental en el respeto escrupuloso a las características
de cada país, quizá porque, en contra de inútiles maximalismos, él creía “que hay vida antes de la muerte y todo
cristiano [todo ciudadano] tiene derecho a gozarla”. El bien de las
personas concretas (su salud, educación, trabajo, seguridad, ocio, etc.)
debería ser la verdadera preocupación de todos cuantos se dedican a la noble
profesión de la política. Otros intereses, por nobles que parezcan, no deberían
desviar la atención del objetivo fundamental.
Benvingut a Catalunya!!!
ResponderEliminarMoltes graciès.
Eliminar"naftalinas" o nectarinas? buena fruta siempre. Gracia spor tus reflexiones. Cristina
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