Dicen que, a
falta de cinco días para el comienzo oficial del verano, ya ha llegado la
primera ola de calor de la estación estiva. En Colmenar Viejo alcanzamos ayer los 38 grados. Para hoy se anuncia una máxima parecida. Es
probable que a algunas personas les guste este clima sahariano; a mí me agobia.
He leído que puede llegar un verano semejante al de 2003. Esperemos que no se
cumplan las previsiones. Con temperaturas así, se hace difícil un trabajo
regular. Parece que cualquier movimiento exige un esfuerzo añadido. La vida se
mueve al ralentí. La creatividad se aminora. Todo parece entrar en un estado de
sopor y torpeza. Hasta las palabras salen con dificultad, como si no quisieran
exponerse a un calor verbicida. El
hecho de que la casa donde resido esté a 910 metros sobre el nivel del mar no
mitiga mucho la sensación de bochorno, aunque las noches sean algo más suaves
que en la vecina Madrid y, en lugar del ruido de los coches, se escuchen los
gorjeos de los gorriones y jilgueros.
Ayer me reuní con
un grupo de claretianos ancianos y enfermos que residen en la zona asistencial
de la casa. Alguno ronda los 100 años. Casi todos sobrepasan los 80. Antes del
encuentro, leí la noticia de que en verano mueren más ancianos a causa de la
soledad que del calor excesivo. Quizás no hay enfermedad más mortal que una
ancianidad abandonada. En algún hospital de Canarias hay varios ancianos que ningún familiar recoge, aunque han recibido ya el alta médica. Gracias a Dios, no
sucede lo mismo con nuestros ancianos misioneros. Son nuestro tesoro. Detrás de
cada rostro de mis hermanos mayores hay existencias gastadas en España,
Francia, Venezuela, Honduras, Camerún, Canadá… En bastantes casos se trata de
misioneros que fueron enviados de jóvenes a otros países y que ahora regresan a
su patria para vivir la última etapa de la vida en el ambiente que los vio
partir. A veces, han pasado fuera más de 60 años. La España que conocieron
entonces no se parece casi nada a la que encuentran ahora. En algún caso han
mantenido contactos regulares; en otros, más bien escasos. Como es lógico,
regresan con sus achaques, demencias, cansancios… Son “heridas de guerra” que
no han minado el entusiasmo de estos viejos misioneros curtidos en las mil
batallas de la evangelización.
Hoy, que estamos
acostumbrados a trabajos precarios, a compromisos intermitentes, con fecha de
caducidad, emociona acercarse a las vidas de personas que lo han dado todo. A
ellos –como prometió Jesús– no les faltan ni hermanos ni casas. Su generosidad
se ha visto multiplicada por la generosidad de Dios. Varios se mueven en sillas
de ruedas. Algunos son sacerdotes y otros hermanos. A alguno la enfermedad le
ha robado el habla. Pero, con palabras o sin ellas, todos expresan una gratitud
que no se paga con todo el dinero del mundo. Se sienten arropados, acompañados,
queridos. A pocos metros de donde ellos residen, está la comunidad de los
jóvenes misioneros en formación, de modo que el principio y el final del camino
parecen darse la mano. Los jóvenes tienen un espejo en el que mirarse. Los
ancianos redoblan su esperanza cuando ven que hay nuevas levas que recogen su
antorcha misionera. Entre los jóvenes hay españoles, indios, indonesios,
chinos, vietnamitas, filipinos, nigerianos… El centro de formación expresa la
universalidad de una congregación misionera. Es también una escuela de interculturalidad
que adiestra para una misión que ya no se circunscribe a un pequeño territorio.
Vivimos en la era de la globalización. También el anuncio tiene que ser
codificado con estas claves. La vida se hace más amable cuando no se aplica el principio del descarte, tan denunciado por el papa Francisco, sino el de la aceptación, el encuentro y el cuidado mutuo.
La sabiduria del mayor y anciano siempre debiera ser compartida, casi como asignatura obligatoria, esa vivencias y experiencias serian base para no cometer errores en la vida cuando se ed joven.
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