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lunes, 19 de junio de 2017

Un Ignacio fallido

Ayer me invitaron a ver la película Ignacio de Loyola en una sala de Barcelona. Tenía curiosidad por saber cómo presentaba el cine la figura de este soldado convertido, de este santo que tanto ha marcado la vida de la Iglesia en los cinco últimos siglos. La película está dirigida por los filipinos Paolo Dy y Cathy Azanza y producida por una fundación jesuita de Filipinas. Los actores principales son españoles; la mayoría de los técnicos, filipinos. Está rodada en los dos países: España y Filipinas. Dura casi dos horas. Comprendo que no es fácil llevar a la gran pantalla la vida del santo vasco. Y menos si se quiere contar el proceso de transformación interior del soldado que cae herido en la batalla de Pamplona y que, tras una etapa de crisis y de una dura e intensa experiencia en la cueva de Manresa, se convierte en un gran maestro espiritual. Me abstuve de leer recensiones previas para dejarme impresionar por la película, para verla sin prejuicios. Por la noche comprobé que mis impresiones coincidían con las de algunos críticos. Presentaban el film como la trayectoria de Loyola antes de Ignacio, o –de manera más irónica– como la historia de un soldado jesuita de serie B. La sala donde se proyectó la película era espléndida. Tanto la imagen como el sonido me parecieron excepcionales. Y no digamos el aire acondicionado. Era como estar en un oasis en medio del desierto. Los espectadores, en la sesión de las 16.20, no llegábamos a una veintena.

Voy a ser directo. La película me decepcionó. Más aún: me dejó plano, que es lo peor que puede suceder cuando uno va al cine. Comprendo que está pensada para el público filipino, muy influenciado por el cine norteamericano. Ignacio aparece, pues, como un héroe de Hollywood. Uno no sabe si detrás de las cámaras están Dy y Azanza o el peor Mel Gibson de La pasión. Todo resulta impostado, artificialmente sofisticado, puerilmente catequético. No voy a entrar en los defectos técnicos porque no soy especialista. Basta leer algunas opiniones de los expertos. Pero, por ejemplo, la reconstrucción de la batalla de Pamplona, a base de efectos digitales, es penosa. Prefiero, sin embargo, concentrarme en la narración del proceso de conversión. Para empezar, Ignacio, incluso físicamente, aparece como una especie de Jesucristo redivivo. No se asemeja nada a los retratos que nos han llegado de él. El Ignacio calvo ha sido sustituido por un soldado con media melena al estilo de las producciones históricas de Hollywood. Las constantes reconstrucciones simbólicas de los procesos interiores resultan tan huecas que, al menos yo, más que sentirme atraído por ellas, experimenté un secreto rechazo. No, no, las cosas no pueden ser así. La película no me hizo ni llorar ni reír. No provocó en mí ninguna emoción significativa. Ni siquiera me hizo pensar. Es como si alguien estuviera queriendo venderme un producto de mala calidad envuelto en un brillante papel de regalo, una especie de sesión teatral de fin de curso en un colegio. Al salir, sentía envidia de un chaval de unos doce años que venía de otra sala contigua y repetía sin parar: “No he podido aguantar la risa”. Evidentemente, había visto otra película distinta de la mía.

¡Qué diferencia entre el enfoque escogido por los directores filipinos, ambos noveles, y el adoptado por el francés Xavier Beauvois en De dioses y hombres (2010)! También la película de Beauvois dura dos horas, pero yo me sentí sumergido en ella, experimenté la verdad de unas vidas auténticas, no de cartón piedra. ¡Consiguió emocionarme hasta las lágrimas! Beauvois contó la historia de los monjes trapenses asesinados en Argelia con una gran sobriedad de recursos. No tuvo que inventar nada. La historia en sí misma tenía una fuerza extraordinaria. No la distorsionó con efectos especiales. No la convirtió en espectáculo. No quiso engatusar ni convertir a nadie. Por eso, precisamente por eso, resultó tan espiritual. No hay nada mejor que narrar la vida como es. Y la vida de Ignacio es sencillamente extraordinaria. La película sobre ella ha querido jugar con las claves hollywoodianas que más llegan a muchos espectadores, como queriendo huir de un tono demasiado religioso. El resultado, a mi juicio, es un producto decepcionante. Me agradaría mucho que la película gustara a quienes entran en el cine por interés o curiosidad, pero me temo que –salvo a los filipinos, que tienen gustos muy norteamericanos, y a quienes les gusta el cine espectacular– el producto va a defraudar a muchos europeos. Queriendo ser una película profunda, resulta hueca. Pretendiendo presentar a Ignacio como un santo enérgico y atractivo, lo reduce a un héroe de película bélica o incurre en los errores de la hagiografía clásica con toques digitales. La conversión espiritual parece más una excusa para una exhibición de efectos que una verdadera experiencia religiosa. En fin, que me parece un intento fallido. 

Como es natural, esto es solo una opinión muy discutible. Es muy probable que otros espectadores vean las cosas de manera distinta y descubran elementos positivos que a mí se me han escapado. Al fin y al cabo, estas notas están redactadas a toda prisa y son fruto de una primera impresión. Con todo, no me arrepentí de haberla visto porque uno aprende de todo: de lo bueno y de lo mediocre, de lo sublime y de lo ridículo. Y, en cualquier caso, esta película sobre el gran Ignacio de Loyola es un acicate para conocer mejor su persona y su profunda espiritualidad, aunque para ello haya que recurrir a fuentes más genuinas. Os dejo con el trailer:


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