El mes de junio
comienza con la memoria de san Justino, un mártir samaritano
del siglo II que, tras convertirse al cristianismo después de haber profesado
ideas platónicas, dio su vida por Cristo en la Roma imperial. Pero hoy no voy a
hablar de apologetas ni de mártires sino de un hecho que, viniendo de un país
ecuatorial, siempre impresiona. Durante el mes que he pasado en Guinea
Ecuatorial he comprobado, una vez más, que en esas latitudes las noches casi se
igualan con los días. Y así es, con pequeñas oscilaciones, durante todo el año.
Sin embargo, cuanto más se aleja uno del Ecuador las diferencias son más
acusadas dependiendo de las diversas estaciones del año. Ahora en Europa
estamos a tres semanas del comienzo del verano. Los días son larguísimos y las
noches muy cortas. Hoy, por ejemplo, en Roma, el sol ha salido a las 5:37 de la
mañana y se pondrá a las 20:39 de la tarde; es decir, que tendremos unas 15 horas de luz
solar, a las que se añaden los minutos crepusculares. Hasta casi finales de
junio la luz irá en ascenso, como si la proximidad del verano señalase el
triunfo de la luz sobre la tiniebla, del calor sobre el frío, de la vida sobre la
muerte.
He dialogado
varias veces con mis amigos que viven en países tropicales y ecuatoriales sobre
el impacto que tiene sobre nuestro modo de vivir el
hecho de experimentar diversas estaciones a lo largo del año y, sobre
todo, la diferencia de horas diurnas y nocturnas entre el invierno y el verano.
Quizás éste es uno de los principales factores que explican los diversos
hábitos de las personas tropicales y de quienes vivimos más alejados del
Ecuador. Yo no soy muy aficionado al verano. El excesivo calor me agobia.
Prefiero el otoño e incluso el invierno, quizá porque nací en el mes más frío
del año. Pero reconozco que la luz del final de la primavera y de los primeros
días del verano tiene un efecto revitalizador. Es como si el sol excesivo nos
recordara que no hay invierno o sombra que no puedan ser vencidos. Tonificar el
cuerpo con la luz influye en nuestra actitud ante la vida. Por eso, a las personas
extrovertidas, abiertas, optimistas, se las denomina personas
solares. Su presencia siempre aporta brillo y ganas de vivir. Es
probable que se muevan casi siempre en niveles muy superficiales, pero su
aparente frivolidad ayuda a afrontar la vida sin el dramatismo de las personas
que se refugian en la guarida de la noche. Como la naturaleza es muy sabia, hay
una estación para las personas solares (el verano) y otra para las lunares (el
invierno). Entre ambas, hay estaciones de transición (la primavera y el otoño)
que ayudan a matizar los pasajes.
Escribo estas
cosas mientras trato de acomodar mi biorritmo a la primavera romana después de
haber disfrutado y padecido un mes los calores y lluvias tropicales. Reconozco que
me encanta levantarme pronto, un poco antes de las 5:30, para saborear el frescor de la mañana
y disponer de un tiempo silencioso para la oración antes de que comience el
tráfago de la jornada. Abrir la ventana de par en par y sentir en la cara la
caricia fresca de la brisa matutina es como una segunda ducha. La primera (la
del agua) limpia y despierta; la segunda (la del aire) oxigena y tonifica tras
el sopor de la noche. Es como si en pocos minutos uno rehiciera el bautismo (simbolizado
por el agua que cae sobre el cuerpo) y la confirmación (simbolizada por ese
aire del Espíritu que acaricia el rostro). Fortificado por ambos sacramentos
naturales, uno está en condiciones de afrontar el día con dignidad (consciente
de que somos hijos y no siervos) y con esperanza (confiados en que nada grave
le sucede a quien camina por la vida abandonado en las manos de su Padre).
¡Buen comienzo de junio!
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