En la fiesta de
la Visitación
de la Virgen María me gusta contemplar a la madre de Jesús como la muchacha
que “se puso en camino y fue aprisa a la
montaña, a un pueblo de Judá” (Lc 1,39). Ella tenía razones poderosas para cuidarse, para
permanecer tranquila en Nazaret. Necesitaba tiempo para asimilar su inesperada
maternidad. Nadie podía exigirle que, después del susto, no pensara durante un
tiempo en sí misma. Tú tienes
también tus problemas. Quizá no son enormes, pero en más de una ocasión te han
servido de excusa para no complicarte la vida. Tienes derecho a disfrutar del
fin de semana después de cinco días de trabajo intenso. Andas ajustado
económicamente como para dar una cuota fija a Cáritas. El médico te ha dicho que tienes que descansar más, que ya
no tienes años para andar visitando ancianos solitarios en sus casas. Tus
padres insisten en que lo primero es el estudio y luego, si sobra tiempo,
puedes empezar a pensar en otras cosas. Lo oyes a menudo por la calle: “Nadie
va a resolver mis problemas”.
Ella, no obstante, dejó la aldea de Nazaret y, sin pensarlo dos veces (“con
prontitud” dice Lucas), se puso en camino hacia Ain Karim, el pueblo de su
pariente Isabel. No se había recuperado aún del asombro producido por el
anuncio del ángel y ya estaba pensando en la manera concreta de echar una mano.
Los 160 kilómetros que separan Nazaret de Ain Karim fueron testigos del paso
decidido de una muchacha solidaria. Tú,
en más de una ocasión, has sentido algo semejante. No eres tan insensible como
para no darte cuenta de que tus hijos necesitan que les dediques más tiempo.
Quieren comentarte cómo les va en el colegio y lo bien que lo han pasado con
los amigos el fin de semana. Tú sabes que tus padres son algo más que
trabajadores a tu servicio y que sería bueno decírselo alguna vez. Alguien te
ha dicho que en el tercero hay una pareja de ancianos que apenas reciben
visitas. El otro día en la parroquia pidieron voluntarios para repartir los
sobres de la campaña contra el hambre. Has descubierto que en el colegio hay
una chica a la que nadie invita nunca a dar una vuelta. De acuerdo, tú también
tienes tus problemas, andas con el tiempo tasado, se te ha echado encima una
semana a tope. Dice Lucas que ella lo hizo “con prontitud”. ¿Cuánto tardas tú
en recorrer los tres metros que te separan de tus padres, los dos pisos que hay
entre el tuyo y el de los ancianos solitarios?
Ella no entró en casa de Isabel haciéndose la importante, quejándose de la
cantidad de cosas que había tenido que dejar en Nazaret para venir a servirle,
poniendo cara de sufridora, exigiendo sutilmente reconocimiento. Ella entró
saludando; es decir, regalando a manos llenas la gracia y la paz. Se comportó como una evangelizadora, portadora de buenas noticias. Desbordó
tanta alegría que hasta el pequeño Juan se vio afectado por esas ondas
misteriosas de entusiasmo. Tú,
cuando te pones en camino, siempre estás tentado de que tu mano izquierda se
entere bien de lo que hace la derecha. A veces –es verdad– no te importa hacer
un favor, pero tampoco está de más que te lo agradezcan. Te has sorprendido en
más de una ocasión haciendo una lista de los esfuerzos que has tenido que hacer
“para estar un ratito contigo, chica”. Cuando piensas en ella sientes que tu
entrega tiene que ser gratuita. Si no, ¿qué gracia tiene? ¡Ya hay mucha gente
que hace muchas cosas, y a veces duras, para recibir algo a cambio! Comprendes
que la tarjeta de visita de una entrega gratuita es siempre la alegría y la
sencillez. Ella se vio inmediatamente correspondida por Isabel. No rechazó la
alabanza. Simplemente, con el espíritu alegre, la dirigió al que es la fuente
de todo amor, prorrumpió en un canto de agradecimiento a Dios, su salvador. Tú sabes muy bien que si brota de ti un
pequeño gesto de entrega es porque Alguien se te entrega todos los días sin
reservas. ¿Has pensado ya en cantar tu Magnificat?
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