Antes de venirme
a Italia, en el ya lejano 2003, solía ver la serie televisiva Cuéntame cómo pasó de
RTVE. Me sentía protagonista de aquellos primeros años, a caballo entre la
década de los 60 y los 70 del siglo pasado. Mi edad estaba entre la de los dos
hermanos Alcántara Fernández: ocho años menor que Toni (nacido en 1950) y algo
mayor que Carlitos (nacido en 1960). Hace una semana terminó la decimoctava
temporada. La serie, estrenada en 2001, ha cumplido ya 16 años, lo que
representa todo un récord para una serie de televisión. Yo la he seguido
saltuariamente a través de Internet, pero sin el interés que me produjo al principio.
Al regreso de Guinea Ecuatorial, sin embargo, me picó la curiosidad porque leí en algún medio
digital que Miguel, el hermano de Antonio Alcántara (el progenitor de la célebre
familia televisiva), dejaba la serie “porque su personaje se había agotado”, no
porque él quisiera. Los guionistas no encontraron mejor manera de prescindir de
él que haciendo que muriera en el penúltimo capítulo de esta temporada titulado
“El
rayo verde”. Horas antes de su muerte, ambos hermanos (Miguel y
Antonio), sentados en la terraza de un bar de carretera, tienen una sincera
conversación sobre el sentido de la vida.
Miguel,
acongojado por el secuestro de su hija Diana, hace una confesión: “Si Dios existe, me está castigando… por
tener dinero”. Él siempre se ha considerado comunista y ateo. Pero la vida
tiene sus misterios. Cuando uno se siente contra las cuerdas se hace preguntas
que en condiciones normales tiende a esquivar. Miguel, hombre bueno, sensible,
generoso, sociable… no acaba de sentirse a gusto en la piel de millonario. Le
sucede al contrario que a su esposa Paquita, que siempre ha soñado con verse
una ricachona enfundada en un abrigo de visón y reconocida por los demás. Ambos disponen de una gran mansión en Benidorm (con empleados filipinos), de un potente Mercedes y de una abultada
cuenta en el banco, pero no son felices. En el caso de Miguel, es como si todo eso fuera un disfraz,
algo que no le sale de dentro, un estilo de vida que le empuja a vivir una existencia hueca y
artificial. En un momento de la conversación con su hermano, le dice a
bocajarro: “Cuando todo esto pase [el
secuestro de su hija Diana], tengo que replantearme muchas cosas”. La intención
no llegó a concretarse porque, minutos después, tras encontrar a su hija viva,
fallece desmayado sobre una piedra en lo alto de una pequeña colina. Leo que
muchos telespectadores lloraron al contemplar esa conmovedora escena. La serie alcanzó esa noche una
alta cuota de pantalla. Juan Echanove puso todas su dotes de actor al servicio de un final no deseado pero presentido.
Los guionistas de
Cuéntame han concentrado en una sola
familia historias que en la realidad se encuentran muy dispersas. Parece que a los Alcántara-Fernández les pasa de todo. No hay situación de la España de los
años 60-80 que no les alcance: el franquismo, las revueltas universitarias, la
moda hippy, los pelotazos urbanísticos, la droga, la persecución policial,
el adulterio, la movida, la corrupción, las vacaciones en la playa, los conflictos amorosos, el terrorismo… En este sentido, la serie es como una colección de
situaciones en las cuales podemos vernos reflejados. Pero no se trata de
hacer un documental al estilo de Informe Semanal sino de narrar parábolas que –como en el caso de las de Jesús de Nazaret– ayuden al espectador a entender de
dónde viene y por qué es como es. No es fácil para un equipo de guionistas mantener vivo el interés del público tras 16 años en pantalla. Es difícil huir de la artificiosidad y mantener un tono natural.
La conversación que Miguel y Antonio mantienen en el bar de carretera, así como la breve y confusa homilía que pronuncia el Padre Froilán en el funeral, nos abre los ojos sobre algo que, tarde o temprano, todos sentimos: la necesidad de no esperar demasiado para expresar nuestros verdaderos sentimientos en relación con las personas a las que queremos y de afrontar de cara el sentido de la vida. ¿Por qué perder muchos años enredados en ambiciones económicas si “sabemos” (el corazón nos lo dice en momentos de sosiego) que el dinero no produce la felicidad? ¿Tendrán que decir alguna vez de nosotros eso de: “Era tan pobre que solo tenía dinero”? ¿Por qué dar por supuesto que las personas de nuestro entorno saben que las queremos si no nos arriesgamos a decírselo con claridad? ¿Por qué le damos largas a Dios si intuimos que nuestra vida solo descansa en Él? ¿Por qué decir eso de: “Mañana le abriremos para lo mismo repetir mañana”? ¿Tendremos que esperar a que la vida nos dé un revés para reaccionar? ¿Caeremos en la cuenta de lo que somos y necesitamos solo al borde de la muerte? Lo mejor es dar el primer paso ya, antes de que sea tarde.
La conversación que Miguel y Antonio mantienen en el bar de carretera, así como la breve y confusa homilía que pronuncia el Padre Froilán en el funeral, nos abre los ojos sobre algo que, tarde o temprano, todos sentimos: la necesidad de no esperar demasiado para expresar nuestros verdaderos sentimientos en relación con las personas a las que queremos y de afrontar de cara el sentido de la vida. ¿Por qué perder muchos años enredados en ambiciones económicas si “sabemos” (el corazón nos lo dice en momentos de sosiego) que el dinero no produce la felicidad? ¿Tendrán que decir alguna vez de nosotros eso de: “Era tan pobre que solo tenía dinero”? ¿Por qué dar por supuesto que las personas de nuestro entorno saben que las queremos si no nos arriesgamos a decírselo con claridad? ¿Por qué le damos largas a Dios si intuimos que nuestra vida solo descansa en Él? ¿Por qué decir eso de: “Mañana le abriremos para lo mismo repetir mañana”? ¿Tendremos que esperar a que la vida nos dé un revés para reaccionar? ¿Caeremos en la cuenta de lo que somos y necesitamos solo al borde de la muerte? Lo mejor es dar el primer paso ya, antes de que sea tarde.
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