El Viacrucis es una devoción típica de este tiempo litúrgico. En mi comunidad lo practicamos todos los viernes
de Cuaresma. Hace algunos años
me parecía un ejercicio pasado de moda en el que la historia se mezclaba de manera antojadiza con las leyendas piadosas. Hoy lo valoro como un camino en solidaridad con todos los cristos que cargan pesadas cruces en su vida cotidiana. Yendo de estación en estación, repitiendo catorce veces el estribillo Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, que por tu santa cruz redimiste el mundo, pienso en Jesús –¡faltaría más!–, pero pienso, sobre todo, en los muchos inocentes masacrados que hoy completan en su cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo (cf. Col 1,24). Es un itinerario en el que me sobran las palabras. No me gustan las meditaciones largas. Prefiero la lectura escueta del texto bíblico, un tiempo de silencio contemplativo y, de vez en cuando, una plegaria breve. Cuando el misterio se sobrecarga de explicaciones deja de hablarnos. Se convierte en una mera excusa para hacer una exhortación moral de las nuestras. No, no es eso. El Viacrucis es, ante todo, un ejercicio de ósmosis contemplativa. Mirándolo a Él, caminando con Él, acabamos pareciéndonos a Él. Se produce un misterioso trasvase de sentimientos, una progresiva configuración.
En este proceso no estamos solos: nos acompaña María, la Madre dolorosa, la que no se retiró del pie de la cruz: Stabat mater iuxta crucem. Un antiguo libro
titulado Dormición de la Virgen presenta
a María recorriendo los lugares por los que anduvo Jesús camino del Calvario. Parece
ser que ésta era también –como atestigua la monja española Egeria
en el siglo IV– una tradición de los cristianos que vivían en Jerusalén. Todos
querían recorrer la senda que el Maestro había recorrido con la cruz a cuestas.
Cuando el peregrino actual quiere hacer lo mismo –tuve la oportunidad de hacerlo el pasado mes de noviembre con un grupo de claretianos de varios países del mundo– experimenta, de entrada, una
enorme frustración, más acentuada, si cabe, que la que siente en otros lugares
de Tierra Santa. Hoy no sabemos con exactitud cuál fue el verdadero camino
seguido por el Nazareno porque tampoco conocemos el lugar del que Jesús salió
con la cruz. La actual Vía Dolorosa
discurre por un laberinto de calles cuyo trazado es muy posterior. Pero para el peregrino este hecho carece de importancia. Lo que importa es recordar lo que Jesús padeció en la Jerusalén del primer tercio del siglo I.
¿Qué sentiría hoy
María viendo la Vía Dolorosa
convertida en la calle más comercial de la Jerusalén intramuros? Los antiguos grupos de
mujeres plañideras han sido sustituidos por vendedores que ofrecen especias,
ropas y toda clase de artesanía y de recuerdos. Los peregrinos se convierten
con frecuencia en meros turistas. Nada es como aquel viernes del año 30. O
quizá sí. Hoy como entonces seguimos ignorando al Cristo que pasa, aunque,
también hoy como entonces, sigue habiendo pequeños cireneos. La mirada de María no es de
condena. Los mismos ojos compasivos que contemplaron entonces al Hijo sufriente
contemplan hoy a los hijos sufrientes que se esconden tras los escaparates de
un comercio o bajo la gorra de un turista. La presencia de María sigue viva en esa
calle que parte de la torre Antonia (hoy convertida en escuela musulmana) y
muere en la basílica del Santo Sepulcro, que serpea por entre bazares y puestos
de policía, que ensambla las voces de los comerciantes, las plegarias de las
mezquitas y las campanas de las iglesias, que mezcla las monedas y el incienso.
Aparece de manera expresa en el pequeño bajorrelieve que conmemora la cuarta
estación en una capilla regida por los armenios católicos. Pero sigue viva, por
encima de todo, consolando a los muchos cristos rotos que deambulan por las vías dolorosas de este mundo nuestro, de
la que ésta de Jerusalén es todo un símbolo.
En este viernes de Cuaresma, os invito a hacer un Viacrucis visual de la mano de un joven artista italiano, Roberto
Ferri, nacido en Taranto en 1978. Su arte se inspira en los grandes maestros del Barroco italiano; sobre todo, en Caravaggio. Las telas de Roberto Ferri se encuentran en la catedral siciliana de Noto. Como hablan por sí solas, huelga todo comentario.
Primera Estación:
Jesús es condenado a muerte
Segunda Estación:
Jesús carga la cruz
Tercera Estación:
Jesús cae por primera vez
Cuarta Estación:
Jesús encuentra a su madre María
Quinta Estación:
Simón el Cireneo ayuda a Jesús a
llevar la cruz
Sexta Estación:
Verónica limpia el rostro de
Jesús
Séptima Estación:
Jesús cae por segunda vez
Octava Estación:
Jesús consuela a las mujeres que
lloran por él
Novena Estación:
Jesús cae por tercera vez
Décima Estación:
Jesús es despojado de sus
vestiduras
Undécima Estación:
Jesús es clavado en la cruz
Duodécima Estación:
Jesús muere en la cruz
Decimotercera Estación:
Jesús es descendido de la
cruz y puesto en brazos de María, su madre
Decimocuarta Estación:
Jesús es sepultado
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