Debería completar
el título con la segunda parte del refrán: Ojos
que no ven … corazón que no siente. Pero no siempre es verdad. A veces sí
sentimos. Y más cuando tocamos de cerca el sufrimiento y nos vemos impotentes para remediarlo. Me pregunto hoy por las muchas cosas que están pasando y no vemos. Lo hago horas después de que los periódicos ocupen sus portadas con el atentado de Londres, que ha dejado un saldo de 5 muertos y 40 heridos. De esto todo el mundo habla hoy. Es muy, muy visible. ¡Hasta se ha retransmitido por televisión! Pero, ¿cuántas personas, por
ejemplo, están siendo torturadas ahora mismo en cárceles, comisarías de policía o centros
de internamiento sin que lo sepamos? ¿Cómo están viviendo su prueba frente a poderes anónimos?
¿Quién escucha sus quejas? ¿A quién se pueden dirigir si nadie las ve, si su caso no
existe? Ya se sabe que, en esta sociedad de la imagen, lo que no se ve… no existe. ¿Cuántas mujeres están siendo maltratadas
en sus casas sin que nadie se entere de su sufrimiento, obligadas a poner
buena cara cuando abandonan el hogar para que nadie note la esclavitud a que
están sometidas? ¿Quién ve a muchos ancianos que viven solos, que no reciben nunca
visitas ni llamadas telefónicas, que matan el tiempo viendo la televisión y que
suplican que pronto les llegue la muerte para poner fin a una soledad insufrible?
¿Quién ve lo que pasa por el corazón de las prostitutas sometidas a la
esclavitud sexual, de los niños que son obligados a empuñar armas y que se
acuestan llorando con el recuerdo de sus padres tal vez asesinados? ¡Hay tanto sufrimiento
invisible!
Todos solemos
estar ocupados en nuestras cosas. Todos tenemos trabajos que hacer, personas a
las que atender, viajes que realizar. Nuestros pequeños problemas cotidianos se
convierten en montañas cuando no vemos –o no queremos ver– los dramas que
están viviendo otras personas. Solemos aducir en nuestro descargo que también
nosotros tenemos nuestras dificultades, que no podemos llegar a todo, que alguien se
ocupará de los demás, que… Recuerdo una vieja canción religiosa que decía así: “Su nombre es el Señor y pasa hambre / y clama
por la boca del hambriento / y muchos que lo ven pasan de largo, / acaso por
llegar temprano al templo”. Me cuesta encajar esas palabras: Y muchos que lo ven pasan de largo. Aquí
se habla de un ver que no mueve el
corazón. Es, en realidad, un no-ver: Te
miro, pero no quiero verte, para que tu mirada no desnude mi alma, para no verme
desafiado por un sufrimiento que no quiero/no puedo encajar. ¿No hemos experimentado muchas veces algo semejante?
Es verdad que hoy, con tantos medios de comunicación, nos enteramos enseguida de los inmigrantes que han
llegado a las costas europeas en una barca de goma. Estamos ya familiarizados
con las imágenes del personal sanitario que los atiende, los cubre con mantas
isotérmicas y les proporciona comida. Es verdad que sabemos datos sobre la
cuestión de los refugiados que están entrando por el este de Europa. Es verdad
que hemos oído hablar de los conflictos en Sudán del Sur o de la interminable
guerra de Siria. Pero a veces el exceso de información consigue anestesiarnos.
No hay ser humano que pueda digerir tanto sufrimiento. Hay personas que me han
confesado que ya no aguantan los telediarios, que prefieren no enterarse de
tantas malas noticias. Es comprensible. Ojos que no ven…
Pero, ¿qué pasa
con los sufrimientos cercanos que
tampoco vemos? Podemos estar todos los días cruzándonos con personas, conversando
con ellas, viviendo bajo el mismo techo… sin darnos cuenta del sufrimiento que
almacenan. Podemos repetir muchas veces de manera protocolaria: ¿Cómo estás?, pero sin dar tiempo ni crear
las condiciones para que la otra persona pueda responder con algo más que otro protocolario: Bien, gracias. No es extraño que
cuando se produce un desenlace triste en la vida de una persona, sus más
allegados digan: No, si ya se veía venir.
Ya se veía, pero nadie hizo nada. En
este contexto de invisibilidad aceptada –o, por lo menos, tolerada– Dios nunca pasa de largo ante el sufrimiento humano. Él sí lo ve y no deja
sin respuesta las preguntas de sus hijos e hijas. Es verdad que no siempre se perciben
en los plazos y modos que uno quisiera, pero el corazón de Dios sí siente
porque sus ojos sí ven. Solo cuando estamos animados por esta fe, caemos en la cuenta de que ningún sufrimiento es invisible, de que no hay ser humano que quede excluido de la compasión de Dios, porque Jesús ha asumido todos los sufrimientos humanos en el suyo: los ha visto y los ha sentido. La Cuaresma y la Pascua nos confrontan con este misterio de salvación y nos abren a una esperanza indestructible. Ninguna lágrima quedará sin enjugar, aunque en este mundo parezcan invisibles y olvidadas.
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