Desde hace varios
días estamos leyendo en la misa diaria los primeros capítulos del libro del Génesis. ¿Quién no recuerda la historia de la creación, de Adán y Eva, de la
serpiente del jardín del Edén, de Caín y Abel, de Noé y el arca...? Desde niños
nos hemos familiarizado con estas narraciones que han condicionado la historia
de la humanidad, sobre todo en Occidente. La literatura, el arte, la filosofía
y la teología las han explotado hasta la saciedad. No sé por qué este año, en
la meditación diaria, me han parecido más verdaderas
que nunca. Encuentro en ellas las grandes claves de interpretación para entender
quiénes somos los seres humanos, por qué hay hombres y mujeres, cuál es nuestro
puesto en el mundo, por qué existe el mal, qué sentido tiene la violencia, cómo
se consigue la paz… y tantas otras cuestiones sobre las que seguimos debatiendo
en nuestros días. Los relatos del Génesis son de una riqueza extraordinaria. Siento
que no sepamos aprovecharla porque es la palabra que Dios nos regala para
indicarnos el camino justo, la brújula en medio de un mar proceloso.
Lo que me produce tristeza es que para la mayoría
de los cristianos –incluyendo muchas personas con un nivel de instrucción
superior– son relatos de lo que realmente pasó al comienzo de la creación, como si fueran reportajes (lo cual es ingenuo) o meras historietas
sin ninguna credibilidad (lo cual es superficial). ¿Cómo es posible que un
científico que se apasiona con las teorías del big bang siga creyendo que los relatos bíblicos son respuestas
científicas al origen del mundo? Eso significa desconocer por completo el
sentido de los relatos mítico-simbólicos como suministradores de claves
interpretativas y no como descripciones fácticas. ¡Cuántos problemas podríamos
evitarnos en el famoso debate fe-ciencia si por parte de los biblistas y teólogos
hubiera una mejor formación científica y por parte de los científicos se diera
un mínimo de formación bíblico-teológica! Me he sorprendido más de una vez
oyendo a algunos científicos decir que la Iglesia quiere vendernos el cuento de
Eva y la manzana para oponerse a los avances científicos. Esto es pura
ignorancia. No hay nada más peligroso que la ignorancia puesta al servicio de
intereses viles.
En el fragmento
del Génesis que se lee en la primera lectura de hoy se narran los dos famosos
diluvios, pero formando un solo relato. Y, al final, como embajadora de los
tiempos nuevos, aparece la famosa paloma con el ramito de olivo fresco en el
pico. Esta paloma bíblica se ha convertido en el símbolo de la paz, hasta el
punto de que es conocida como paloma de la paz.
Muchos movimientos la usan como logo, sobre todo desde que Picasso la pintara
después de la Segunda Guerra Mundial. Tras el diluvio, Dios promete no volver a
destruir la tierra porque se ha dado cuenta de que “la tendencia del corazón humano es mala desde la juventud” (Gn
8,21). Resulta un poco descorazonador escuchar de labios de Dios una afirmación
como ésta, pero los autores bíblicos quieren dar fe de un hecho que sigue
siendo desconcertante: la tendencia del ser humano a hacer el mal desde que
adquiere conciencia. Podemos hacer todos los planteamientos optimistas que se
nos ocurran, podemos reconocer que en nosotros hay muchos gestos de bondad,
podemos incluso afirmar que el mundo funciona mejor hoy que hace cien años… Nada
de eso impide reconocer que en cada uno de nosotros existe esta tendencia desde la juventud. En el fondo, la paloma nos recuerda la permanente necesidad que todos tenemos de tomar conciencia de la maldad que anida en el corazón humano para no dejarnos dominar por ella, no proyectarla sobre los demás y, sobre todo, para abrirnos a la gracia de Dios, que es la única experiencia que puede liberarnos.
Es cierto que la lectura del Génesis hace brotar interiormente muchas preguntas y que si tratamos de buscar respuestas corremos el riesgo de tratar de ser los intérpretes de las decisiones divinas. Ayer leyendo los relatos duros de Caín y Abel y la decisión de Eva de tener un hijo que no fuera como Caín, entras en la pregunta de por qué Dios no hizo al hombre a su imagen y semejanza en todo. Es decir, incluso en su bondad infinita y en su imposibilidad de cometer pecado.
ResponderEliminarY en esa labor de intérprete dices, es que Dios quiso que la libertad del hombre no estuviera predeterminada. De ese modo ya la Creación hubiera estado completa y Dios quiso que fuera el hombre en el uso de su libertad quien la fuera completando.
Siempre te quedas a medio camino y lo peor es tratar de interpretar la voluntad divina. Finalmente tienes que renunciar y rezar para tener más Fe.