El pasado fin de
semana me releí casi de un tirón el librito Demian de Herman Hesse (1877-1962).
No había vuelto sobre él desde los años de mi juventud. Como cabía imaginar, la
novela no tuvo el mismo impacto que la primera vez que la leí. Me pareció innecesariamente
rebuscada, como la mente de su autor, Premio Nobel de Literatura en 1946. Pero
hay algo en ella que refleja bien la dualidad con la que solemos vivir. El
joven protagonista, Emil Sinclair, se debate siempre entre dos mundos: el
luminoso (simbolizado por su familia, su casa, la religión, las fiestas de
Navidad, el orden, la paz) y el oscuro (representado por algunos de sus
conocidos, la bebida, el sexo, la exploración de los suburbios). Durante su
infancia domina claramente el primero, pero un incidente lo va introduciendo gradualmente
en el segundo, hasta el punto de que llega un momento en el que se siente
atrapado, sin posibilidad de escapar. Más aún: se siente chantajeado. Todo esto
lo irá empujando a la búsqueda de una visión del mundo que englobe las dos caras
de la realidad: la luminosa y la oscura, la divina y la demoníaca. El Dios cristiano se le antoja demasiado
luminoso. Por eso, se abre al dios Abraxas, deidad gnóstica
que representaba el bien y el mal.
La novela de
Hesse me ha hecho pensar en la nostalgia o anhelo de un mundo luminoso en medio
de este mundo claroscuro en el que vivimos. Cuando uno es joven y empieza a experimentar
las contradicciones de la vida, tiende a refugiarse en el “mundo feliz” de la
infancia, suponiendo que ésta haya sido un período sereno. La casa familiar,
los cuentos y sueños infantiles representan una suerte de paraíso que parece
mitigar los sinsabores de la vida adulta. No es extraño que muchos adolescentes y
jóvenes se abandonen a este tipo de ensoñaciones. Es la nostalgia del nido
perdido. Nostalgia significa etimológicamente “dolor de nido”. Los ancianos,
por el contrario, no miran tanto al pasado feliz, que les resulta en ocasiones
muy lejano, sino al futuro. Anhelan la tranquilidad que puede suponerles la
muerte. El humorista José Mota ha popularizado una frase que muchos ancianos tradicionales
suelen repetir en momentos de dificultad: “Ay, Señor, llévame pronto”. Cansados de la
vida, sin esperanza de que ésta pueda depararles algo valioso, desplazan su
atención al futuro. Si no son creyentes, interpretan la muerte como el final de
una vida ardua, como el descanso definitivo. Si creen en Dios, esperan que el
Padre bueno los introduzca definitivamente en un mundo luminoso, libre de
contrariedades.
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