El título de este
post tiene su malicia. Lo he escrito
pensando en mis amigos argentinos y uruguayos. ¡Lástima que no disponga ahora
de un archivo de sonido para reproducir su particular pronunciación! No quiero pasar
por alto la fiesta de hoy, aunque tengamos que olvidarnos del caballo que tanto
ha inspirado a muchos pintores
a lo largo de los siglos. En ninguno de los tres relatos que aparecen en los
Hechos de los Apóstoles sobre la conversión de Saulo de Tarso (cf. Hch 9, 1-19; 22, 3-21; 26, 4-23) se habla de
caballo alguno. Tampoco en las distintas referencias que se encuentran en las
cartas de Pablo (cf. Rm 1,5; 1 Cor 15,8; 1 Cor 9,1; Gal 1,15-17). Así que lo
que de la “caída del caballo” es más un ejercicio de imaginación que un hecho
histórico documentado. Las expresiones usadas –“cayó a tierra” (Hch 9,4); “caí
al suelo” (Hch 22,7); “caímos todos
por tierra” (Hch 26,14)– no implican que hubiera caballos de por medio,
aunque tampoco se excluye. Litúrgicamente celebramos la
conversión de san Pablo, si bien el nombre de la fiesta no es quizá el
más adecuado. Saulo de Tarso no se convirtió, en el sentido que solemos dar a
esta palabra: ¡volvió a nacer! Benedicto XVI, en una audiencia
general, dio una clara y convincente explicación:
“Como se ve, en todos estos pasajes san Pablo no interpreta nunca este momento como un hecho de conversión. ¿Por qué? Hay muchas hipótesis, pero en mi opinión el motivo es muy evidente. Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que llegó desde fuera: no fue fruto de su pensamiento, sino del encuentro con Jesucristo. En este sentido no fue sólo una conversión, una maduración de su "yo"; fue muerte y resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo resucitado. De ninguna otra forma se puede explicar esta renovación de san Pablo”.
Lo que le sucedió
a Pablo no fue, pues, el resultado de un proceso de maduración. ¡Fue –como se
dice en italiano– un completo capovolgimento!
Su
vida dio un giro. Volvió a nacer a una nueva existencia. De perseguidor pasó a
ser apóstol con un celo desconcertante. Fue tal su influjo en la iglesia primitiva
que algunos hablan de él como el verdadero fundador
del cristianismo. La tesis es sugestiva y recurrente,
pero olvida que, aunque Pablo no conociera históricamente a Jesús, su vida
entera estuvo centrada en él: “Pues nunca
entre vosotros me he preciado de conocer otra cosa sino a Jesucristo, y éste
crucificado” (1 Cor 2,2). La muerte
y la resurrección de Jesucristo constituyen el núcleo de su predicación. No es
fácil para nosotros comprender lo que pudo significar esta experiencia transformadora
para un judío superortodoxo como era Saulo de Tarso. De una vida centrada en el
cumplimiento de las buenas obras pasó a otra basada en la gracia: “Por la gracia de Dios soy lo que soy”
(1 Cor 15,10). Fue una verdadera pascua.
Vivimos tiempos
antropocéntricos, pero con personas de mentalidades diversas. Para los premodernos (algunas personas mayores u
otras con esta especial mentalidad) la experiencia de lo gratuito se halla referida
siempre a Dios, al cielo, a lo que viene “de arriba”. Poseen un fuerte sentido
teocéntrico que les hace interpretar todo (los fenómenos cósmicos, el número de
hijos, la fortuna económica, los avatares políticos) como designios divinos que
hay que acatar respetuosamente. Toda la vida, hasta sus más ínfimos detalles,
depende de Dios. Los modernos,
marcadamente antropocéntricos, son, por cosmovisión y por talante, prometeicos;
es decir, creen que nada se consigue de
bobilis, todo tiene un precio. No se puede hacer depender la vida de los
designios divinos sino del propio esfuerzo guiado por la racionalidad crítica.
La ciencia y la técnica sustituyen a las invocaciones y a los ritos. Lo que no
se trabaja o no se paga no se valora. El interés es el motor principal del
conocimiento y de las relaciones. No hay apenas lugar para lo gratuito. Los posmodernos, por el contrario,
reivindican –como reacción frente a los excesos prometeicos de los modernos– lo
no rígido, lo encantador, lo bello, pero siempre en clave hedonista, como
experiencia de lo vertiginoso.
Unos y otros necesitan –necesitamos– cambiar
nuestro chip para creer que la gracia
de Dios es soberana, que no es reductible a nada de lo que nosotros imaginamos,
que siempre trasciende todo. Esta fue, a mi juicio, la experiencia transformadora
que tuvo Saulo de Tarso. Y que siguen teniendo muchas personas a las que les
cambia la vida cuando se encuentran con Jesucristo. No importa que no haya
ningún caballo de por medio. No obstante, los políticos y los comunicadores
seguirán hablando de la “caída del caballo” para referirse a los cambios de rumbo
que ciertas personas experimentan. Los pintores estarán muy satisfechos, pero
no sé si tanto el judío de Tarso.
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