Carta a los Reyes Magos
Chaclacayo (Perú), 5 de enero de 2017
Queridos Reyes Magos:
Creo que la
última vez que os escribí fue hace más de 50 años, así que tendréis que
disculpar mi falta de tacto al dirigirme a vosotros (¿o debo escribir
ustedes?), mi lenguaje un poco descreído y mi tardanza en enviar esta carta. Pero
que conste que, a pesar de todos los reveses de la vida, sigo siendo un
entusiasta defensor de vuestras graciosas majestades en la versión más
tradicional. Jamás me ha caído en gracia ese barbudo cocacolero que responde al nombre de Papá Noél, inunda los centros comerciales y hasta se arriesga a trepar por los balcones de las casas con su abultada barriga. Quiero que vosotros seáis tres, que forméis un equipo multicultural, que os llaméis Melchor, Gaspar y Baltasar,
que Baltasar sea negro y que vengáis en camellos, no en feos tractores o en
plataformas de circo como si fueseis payasos. Es probable que a vosotros os
guste renovar el vestuario y los medios de transporte, pero yo me he quedado
anclado en mis recuerdos infantiles, ¡qué le vamos a hacer! Os confieso que la
emoción que yo sentía el día 5 de enero por la noche cuando tenía cuatro, cinco
o seis años no la cambio por nada. Es quizá la única etapa de la vida en la que
uno cree a pie juntillas que sus sueños se harán realidad. Y –¡oh milagro!–
el 6 de enero por la mañana comprueba que, con alguna variante más o menos
disgustosa, todo lo que soñaba se cumple y hasta se desborda. Es tal la fe que
tenía entonces en vosotros (¿o debo escribir ustedes?) que si algún niño
malévolo y sabidillo me hubiera dicho –cosa que no sucedió– que los Reyes no
existían, que eran los padres, casi le hubiera dicho que los que no existían
eran los padres. Juzgad vosotros si no era cabal la confianza que depositaba en
vuestra glamurosa existencia.
A estas alturas
de la película de mi vida no puedo recordar todos los regalos que depositasteis
al pie de mi cama (entonces no acostumbrabais a dejarlos en el salón), aunque
luego os mencionaré un par de ellos que marcaron mi vida. Yo, por mi parte, siguiendo
las indicaciones de mis padres, solía agasajaros con una copita de coñac y un
plato de cebada que dejaba junto a mis zapatitos. La copita era para que
vosotros y vuestros pajes aliviaseis el rigor de la fría noche visontina; la
cebada era para los camellos y demás jamelgos de la caravana. Bien sabía yo que
mis pobres viandas no eran suficientes para vuestras ingentes necesidades, pero
estaba convencido de que otros niños harían lo mismo, así que entre todos
cumpliríamos a cabalidad. Aunque todos los años montaba guardia para ver si
lograba sorprenderos en el momento de vuestra llegada, nunca lo conseguí. El
sueño acababa derrotándome. O quizá vosotros entrabais en mi cuarto con tanta
sutileza que no percibía vuestra presencia. ¿No es maravilloso que sea así?
¡Solo lo invisible, lo que no controlamos, consigue hacernos felices! Cómo os
las arreglabais para visitar tantos hogares en una sola noche era un misterio
para el que ensayé varias explicaciones que no acababan de convencerme. Diríamos
que este era el punto más controvertido, el agujero por el que comenzó a
erosionarse mi fe en vosotros, pero eso no interesa en un día como hoy.
Los dos regalos
que más recuerdo son un coche Mercedes
de color rojo con mando por cable (lo cual era un lujo de niños ricos en
aquella época) y una pequeña guitarra eléctrica con la que pude haberme
electrocutado (cosa que, gracias a Dios, no ocurrió). El primero encendió en mí
la pasión por los coches y quizá por los viajes; el segundo me introdujo en el
mundo de la música. Ambas pasiones me han acompañado desde entonces. De los
libros que alguna vez me trajisteis no me acuerdo. Y las prendas de vestir
(bufandas, abrigos, calcetines, guantes, gorros), aunque necesarias, no despertaban
mi fantasía infantil, las cosas como son. No os recrimino esta preocupación por
lo útil –entendedme bien– pero en lo que menos piensa un niño de cinco o seis años
es en lo que a sus padres les parece más necesario.
¿Qué regalos os
pido este año? Debo confesar que he procurado portarme bien, pero en varias cosas hubiera merecido un buen saco de carbón. De todos modos, confío en vuestra comprensión y largueza. Para empezar, os pido un poco de equidad: que no atiborréis a
algunos niños de cosas innecesarias y dejéis a otros a verlas venir. A los
primeros les hace mal tanto derroche (regalos en su casa, en las de sus abuelos
y tíos, en la de los vecinos del quinto); a los segundos les vendría bien que fueseis
un poco más espléndidos. Si queremos un mundo más justo, no empecéis vosotros haciendo
tantas discriminaciones, que ya se encargarán otros de hacerlas a su debido
tiempo. Bueno, a lo mejor soy un poco atrevido, pero con vosotros no quiero ser
zalamero.
Por lo que a mí
respecta, tengo algunos sueños que no sé si está en vuestras manos
satisfacerlos, pero por pedir que no quede. Voy a empezar con lo que no
considero necesario. No me parece imprescindible que me traigáis tabletas,
teléfonos inteligentes, colonias de marca, bufandas de lana virgen, una
estilográfica Montblanc, un reloj suizo
o una colección de CDs de música clásica. Empiezan a cansarme los libros, tanto impresos como electrónicos: ya no tengo tiempo ni ganas para leer
todos los que tengo en mi biblioteca o en mi Reader.
Tampoco estoy ya
para pediros esos deseos navideños que tanto se prodigan en los mensajes
publicitarios: paz, amor, bienestar, salud, armonía, etc. No me he vuelto
budista ni navego en un mar de vibraciones positivas. Ni siquiera me atrevo
a pediros los grandes sueños de siempre y por los que sigo luchando: un mundo
más justo, un planeta limpio, la paz universal. No es que no los valore o no
los considere urgentes, pero, si os soy sincero, no creo que esté en vuestra
real mano concedernos unos regalos que tenemos que lograrlos comprometiéndonos más. Por otra parte, escuchadas de labios de algunos, me
suenan a palabras vacías que apenas tienen repercusiones en la vida cotidiana.
Demasiado vaporosas para ser creíbles. Diréis que me he vuelto escéptico,
exigente y hasta raro. Puede ser. Ya os advertí al principio de mi carta que mi
lenguaje iba a ser un tanto descreído.
Bueno, dejémonos
de vueltas y vayamos al grano. Lo que yo quiero pediros no sé si está en el
mercado, aunque sí a vuestro alcance porque vosotros mismos habéis
experimentado su efecto benéfico. De pequeño quería la luna. Ahora aspiro a un
poco menos. Me conformo con la estrella que os guio hasta Belén. No quiero un
simulacro o una reproducción en fibra de vidrio, sino la estrella auténtica.
Iba a decir “de carne y hueso”, pero me parece un despropósito. Entendámonos: no os pido un asteroide que no
sabría dónde meter sino esa estrella brillante, tangible e intangible, que
siempre nos indica la dirección correcta en las encrucijadas de la vida. Puede que os
suene un poco extravagante, pero este es mi sueño de niño grande. Al abrir la
ventana de mi cuarto en medio de la noche, necesito divisar un punto luminoso
sobre el fondo oscuro del cielo. Necesito saber dónde se oculta ese Niño que es
la alegría del mundo. Necesito adorarlo con el alma postrada. Necesito no perder el tiempo en búsquedas superfluas.
Necesito ir hacia donde el corazón me lleve y no solo adonde la ciencia me empuje. Necesito compartir la marcha con
muchos más, sintiéndome pueblo en camino. Sin una luz en la noche, ¿a dónde vamos a dirigir nuestros pasos, cómo sabré que no me he equivocado?
Hace años, cuando
era adolescente, Pablo Milanés cantaba: “Yo
no te pido que me bajes una estrella azul, solo te pido que mi espacio llenes
con tu luz”. Yo, por mi parte, sí os pido que me bajéis una estrella
orientadora. El color me da igual. No soy supersticioso. Tampoco hace falta que
llene el espacio con su luz. Basta que me indique dónde está la Luz verdadera. Lo
demás vendrá por añadidura.
En espera de que
esta carta llegue a vuestras manos y de que mi sueño pueda cumplirse, me
despido muy afectuosa y agradecidamente de vuestras andariegas majestades.
Gundisalvus
P. Gonzalo: muy bella su carta a los Magos. Le deseo de todo corazón que le lleven la Estrella, la Luz. Feliz epifanía!
ResponderEliminarMuhcas gracias, Guillermo. Que también tú puedas ver la Estrella.
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