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martes, 31 de enero de 2017

Bajar al Norte y subir al Sur

Termina el primer mes del año. Apenas empezado el invierno, viajé a Perú y Bolivia, así que hasta ahora no había tenido la oportunidad de disfrutar de esta estación que siempre me ha gustado. Aquí en Weissenhorn no estamos en Siberia, pero el invierno tiene más consistencia que en la templada Roma. El cielo está cubierto y hace frío. La poca nieve que había en los campos, calles y tejados está desapareciendo a causa de la suave lluvia que cayó ayer por la tarde, pero es probable que vuelva a nevar pronto. Si a este paisaje externo le añadimos el calor de la calefacción, las velas en las mesas del comedor, el pastel de frutas y el edredón en la cama, podemos completar el cuadro de un invierno “a la alemana”. Todos estos detalles me retrotraen a mi infancia y me ayudan a entrar un poco en el alma de este pueblo centroeuropeo. Todo invita a la introspección e incluso a la ensoñación. No me extraña que éste sea un país de filósofos, teólogos, literatos y músicos.  Pero tampoco me extraña que muchos alemanes –comenzando por Goethe y Mozart– estén enamorados de la luz de Italia o echen de menos el calor de España. Cada clima influye en los estados de ánimo y quizá también en la manera de situarse en el mundo y de responder a sus estímulos.

Habiendo nacido en el Norte del Sur, no me cuesta mucho sintonizar con el modo de ser alemán. Comparto la pasión por el orden, el trabajo bien hecho, la responsabilidad y la constancia. Me pesa el exceso organizativo y el poco espacio que se deja a la improvisación. Echo de menos un trato menos formal y más espontáneo, aunque descubro que tras la introversión de muchos se esconden personas sensibles a las relaciones y al afecto, pero poco acostumbradas a expresarlo abiertamente. Estando aquí, se me hace más clara la necesidad de vivir en sociedades multiculturales en las que sea posible el mutuo enriquecimiento. Quizá una de las razones del éxito de los Estados Unidos de América haya sido su facilidad –por lo menos hasta ahora– para integrar al extraño y, sobre todo, para acoger y estimular la excelencia, venga de donde venga. Cuando se favorece un verdadero melting pot, se abren cauces a la creatividad, a la innovación y a la tolerancia. No se trata de yuxtaponer ghettos sino de mezclar a las personas en síntesis cada vez más ricas y equilibradas. Mientras escribo esto, caigo en la cuenta de las dificultades que entraña un proceso similar y de la mística y ascética que suponen. Se requiere la capacidad de salir de lo propio (éxodo) y soñar con una patria diferente, de imaginar una tierra prometida. Quien se aferra demasiado a su identidad (étnica, lingüística, cultural...), creyendo asegurar lo propio, termina encerrándose en una prisión. Naturalmente, la salida implica una fuerte ascética, incluso la muerte –o, por lo menos, la superación– de muchos elementos legítimos de la propia identidad, pero es el único modo de dar a luz algo nuevo.

Ayer escribí sobre el futuro de la Unión Europea. Es incierto. Y más ahora, en tiempos de rancios nacionalismos, xenofobia rampante y miedo a la diferencia. Solo se despejará cuando Europa se convierta en un verdadero melting pot, no solo en un mercado común, cuando las generaciones futuras sean capaces de moverse libremente por esta “pequeña península asiática”, establezcan vínculos fuertes con personas de otras lenguas y culturas y se empeñen en proyectos comunes. Dicho de otra manera, cuando un organizado teutónico sepa formar equipo con un creativo italiano o un pragmático inglés. O con un trabajador español, un nostálgico portugués y un feliz danés. Y también con un avispado colombiano, un trabajador turco y un artista senegalés. Ya se hace, pero es necesario que se convierta en cultura común. Los buenos líderes son capaces de sacar lo mejor de cada uno y ponerlo al servicio de objetivos comunes. ¿Por qué renunciar, víctimas de una ridícula superioridad, a la creatividad de un español o un italiano, al “saber hacer” de un francés o a la capacidad organizativa de un alemán? Lo que se aplica al continente en su conjunto lo aplico yo al proyecto de los claretianos en Europa. Ahora estamos divididos en varias unidades que llamamos provincias y delegaciones y que, en buena medida,  coinciden con países o naciones. Pero dentro de 15 o 20 años es muy probable que acabemos siendo una sola Provincia europea. ¿Cómo prepararnos para ese momento sin poner demasiados palos en la rueda, incentivando la mística común y cultivando la ascética de la multiculturalidad? Todo esto me ronda en la cabeza mientras afronto una nueva jornada con mente germánica y corazón latino. Que no cunda el pánico. Los Simpson nos echan una mano. Y Brotes de Olivo ponen la esperanza: Juntos cambiaremos el mundo.






1 comentario:

  1. Con ese título, pensé que rematarías el artículo con esa canción de Brotes de Olivo, "Juntos" que tiene tanto que ver con todo lo que aquí dices: "Subiendo al sur encontraremos al Dios que cambia nuestro corazón"... Algunas veces he usado el mapamundi al diseñar algún cartel, poniéndolo "al revés", o al "derecho" según si se mira con ojos evangelizados. Ojalá sepamos ser parte de ese crisol del que hablas, así "juntos cambiaremos el mundo".

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