Escribo desde
Würzburg. Ha amanecido un día nublado. Pronto empezará a llover o nevar. Dentro de unas horas regreso a Roma vía Frankfurt. Termina así mi corto pero
interesante viaje a Alemania. Ayer por la tarde tuve la oportunidad de
callejear un rato por el centro de Ulm, la encantadora ciudad medieval situada en un
extremo del estado de Baden-Würtemberg. La niebla le daba el toque invernal requerido
para hacerla más misteriosa y atractiva. El río Danubio –el famoso río del vals de Johann
Strauss– separa la ciudad
antigua, situada en Baden-Wurtemberg, de la nueva, ubicada en el estado de
Baviera. Me detuve, como es obligado, en la imponente catedral gótica, actualmente en manos de la iglesia
luterana. En realidad, ya no es una catedral porque no es sede de ningún obispo
sino un templo mayor. Se considera la iglesia más alta del mundo. El extremo superior de la aguja de la torre mide 161,53 metros de altura. Si el exterior llama
la atención por su verticalidad, el interior impresiona por su grandiosidad y
armonía. El templo consta de cinco naves. En la nave central hay bancos suficientes para acomodar a unas 2.000 personas. Lo primero que sorprende es que no están todos dispuestos mirando al
antiguo presbiterio sino que se hallan orientados hacia el centro de la nave. Allí, en un altarcito lateral, se expone la Biblia con dos velas. Este cambio indica claramente
que nos hallamos en una iglesia protestante. Uno de los pilares de la Reforma luterana es precisamente la primacía de la Palabra de Dios (sola Scriptura). No hay sagrario –aunque se
conserva el antiguo lugar del tabernáculo católico– porque ellos no creen en la presencia
sacramental de Cristo.
Dentro de este
inmenso templo hacía más frío que fuera. Y algo de eso sentí en mi interior. Mientras
admiraba la belleza arquitectónica, sentía el vacío que me producen todos los
templos protestantes. Admiro su pasión por la Palabra de Dios, su cuidado del
canto litúrgico, la importancia dada a la congregación
de los fieles, pero todo se me antoja insuficiente. La presencia sacramental de
Cristo en las iglesias católicas no es un elemento decorativo perfectamente prescindible.
Es –como el sensus fidelium se encarga de recordarnos una y otra vez, más allá de algunas teologías demasiado ilustradas– una
presencia que prolonga la fuerza de la Eucaristía, que congrega a la comunidad,
que atrae como un imán casi irresistible, que proyecta hacia la misión en la calle. Se entra para salir. Se contempla para comunicar. Se adora para amar. Estos pensamientos me rondaban por la cabeza
mientras admiraba la belleza del lugar, que es una belleza un poco marchita
porque se alza como testimonio pétreo de una ruptura. Uno observa vestigios del
antiguo pasado católico (por ejemplo, el lugar del tabernáculo, el altar mayor del presbiterio, algunas tallas de la Virgen María) combinados con elementos protestantes. Si en la nave
central aparecen las estatuas de los doce apóstoles, en las laterales se
exhiben otras de los prohombres del siglo XVI que apoyaron la Reforma
protestante. El templo es un testimonio de una historia muy travagliata.
Ya en la enorme plaza
frente a la fachada, me fijé en un gran cartel con el versículo de 2 Cor 3,17: “Donde está el Espíritu de Dios, está la
libertad”. Es el lema escogido para la celebración del quinto centenario de
la Reforma. Es cierto que los protestantes quisieron barrer muchas antiguallas
acumuladas a lo largo de los siglos y que poco tenían que ver con la Palabra de
Dios, es cierto que contribuyeron a redescubrir el núcleo de la fe, pero me
temo que se llevaron por delante tesoros de la Tradición que solo con el paso
del tiempo están redescubriendo. 500 años son más que suficientes para que unos
y otros reconozcamos nuestros excesos y defectos y acojamos el don de la unidad
que el Espíritu regala a su Iglesia. Sueño con el día en que esta hermosa
iglesia de Ulm pueda ser el centro espiritual de todos los cristianos que viven
allí.
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