A pesar del
calentamiento global, incluso en el hemisferio sur, la Navidad se sigue asociando
a la nieve. Las películas de Hollywood han popularizado la imagen tópica de White Christmas
(Navidades blancas) que se sigue repitiendo en felicitaciones, adornos, anuncios publicitarios y en lo
que hoy se denomina el “imaginario social”.
Aunque en el lugar en el que uno vive no nieve nunca –o muy raramente– se
seguirá cantando eso de que “El camino
que lleva a Belén baja hasta el valle que la nieve cubrió”. Papá Noel viene en un trineo tirado por renos que se desliza por hermosas laderas nevadas mientras todos cantamos con infantil algarabía Jingle Bells. Hasta uno de
los himnos litúrgicos de Adviento juega con este meteoro: “Alegría de nieve / por los caminos. / Todo espera la gracia / del Bien
Nacido. / En desgracia los hombres, / dura la tierra. / Cuanta más nieve cae, /
más cielo cerca. / La tierra tan dormida / ya se despierta. / Y hasta el hombre
más muerto / se despereza. / Ya los montes se allanan / y las colinas, / y el
corazón del hombre / vuelve a la vida. Amén”.
La nieve es un
símbolo del invierno que hoy, 21 de
diciembre, comienza. Y ya se sabe que en el hemisferio norte la Navidad está asociada
al invierno; por tanto, también a la nieve. Comprendo que a aquellos que han
nacido en climas tropicales o en lugares cálidos, la nieve no les dice nada. Para
mí, sin embargo, que he nacido en un frío pueblo de montaña, en el corazón del
invierno, la nieve es todo un símbolo. Mis Navidades infantiles están asociadas
al frío y al suelo blanco, quizá por aquello de que “antes sí que nevaba y no
ahora”. Hoy quiero explorar la sensación que desde niño me produce la nieve y,
más todavía, el acto de nevar. Es un sentimiento de alegría serena, de belleza sugestiva, de música callada. Me vais a permitir que me ponga un poco sentimental
sin que sirva de precedente.
Los cristales de
la ventana se cubren de un vaho suave por el contraste entre el frío de fuera y
el calor de dentro. Crepita la leña de roble en la chimenea. Afuera la
temperatura ronda los dos grados. Yo descorro las cortinas y pego mi naricilla
de niño a los cristales. Los copos caen perezosos, como bolitas de algodón que
se tomaran tiempo para aterrizar. Al principio se derriten en la tierra yerta.
Poco a poco, cubren con un manto blanco los prados, las acículas de los pinos,
los tejados rojos, las calles empedradas y todo lo que está a su alcance. En poco
tiempo se forma un espesor de más de 20 centímetros. En esa dulce monotonía no
me aburro. Es como si el silencio que se produce cuando nieva me subyugara el
alma. Los copos al caer no golpean como las gotas de lluvia. Pareciera que
acarician la tierra para no despertarla. Y en ese ejercicio de ternura y
silencio un escalofrío me recorre el cuerpo. No sé si también el alma. Es como
si el tiempo se detuviese. Ya no se mide con el tic-tac del reloj sino con la
cadencia de los copos que caen. En medio de la rutina cotidiana, la nieve
introduce un tiempo de contemplación, belleza y misterio. Quizá tiene razón el
himno litúrgico cuando canta: “Cuanta más
nieve cae, / más cielo cerca”. Es como si Dios descendiera sobre la tierra
disfrazado de blanco. No es un guerrero extraterrestre, armado con un rifle de
rayos láser, sino un diminuto copo, casi imperceptible, que se deja caer, que “planta
su tienda en nuestro suelo”. Y yo, sin saber por qué, dejo caer también una
lagrimilla de alegría. Cada vez que nieva es como si Dios se hubiera acordado
otra vez de nosotros.
No hay previsión
de que este año nieve en Madrid durante la Navidad. La temperatura mínima rozará los cero grados,
pero no veremos la nieve. Tampoco nevará en mi pueblo natal. Así que el cielo
estará un poco más lejos de nosotros. Tendremos que buscar otros símbolos de
cercanía para entender qué significa el nacimiento del Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
A falta de nieve en el aire y en el suelo, volveremos nuestros ojos ante los
verdaderos símbolos de la Navidad: todas las personas que necesitan cariño y
protección y todas las que regalan amor sin esperar nada a cambio. Estos
símbolos, tanto en el hemisferio norte como en el sur, nunca van a faltar. Hay que
abrir los ojos para verlos.
La antífona de este 21 de diciembre, presenta al Mesías como Sol que nace de lo alto, que viene de Oriente. Y precisamente hoy, comienzo del invierno en el hemisferio norte, es la fecha en la que los días comienzan a alargarse poco a poco. El símbolo cósmico explica la realidad teológica. A este Sol que es Jesús le pedimos que ilumine a todos los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que se ha presentado como la Luz del mundo, puede ayudarnos a ver con claridad en medio de nuestras noches; sobre todo, puede introducirnos en la Luz definitiva de Dios al final del túnel de la muerte.
La antífona de este 21 de diciembre, presenta al Mesías como Sol que nace de lo alto, que viene de Oriente. Y precisamente hoy, comienzo del invierno en el hemisferio norte, es la fecha en la que los días comienzan a alargarse poco a poco. El símbolo cósmico explica la realidad teológica. A este Sol que es Jesús le pedimos que ilumine a todos los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que se ha presentado como la Luz del mundo, puede ayudarnos a ver con claridad en medio de nuestras noches; sobre todo, puede introducirnos en la Luz definitiva de Dios al final del túnel de la muerte.
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