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miércoles, 21 de diciembre de 2016

Blanca Navidad

A pesar del calentamiento global, incluso en el hemisferio sur, la Navidad se sigue asociando a la nieve. Las películas de Hollywood han popularizado la imagen tópica de White Christmas (Navidades blancas) que se sigue repitiendo en felicitaciones, adornos, anuncios publicitarios y en lo que hoy se denomina el “imaginario social”. Aunque en el lugar en el que uno vive no nieve nunca –o muy raramente– se seguirá cantando eso de que “El camino que lleva a Belén baja hasta el valle que la nieve cubrió”. Papá Noel viene en un trineo tirado por renos que se desliza por hermosas laderas nevadas mientras todos cantamos con infantil algarabía Jingle Bells. Hasta uno de los himnos litúrgicos de Adviento juega con este meteoro: “Alegría de nieve / por los caminos. / Todo espera la gracia / del Bien Nacido. / En desgracia los hombres, / dura la tierra. / Cuanta más nieve cae, / más cielo cerca. / La tierra tan dormida / ya se despierta. / Y hasta el hombre más muerto / se despereza. / Ya los montes se allanan / y las colinas, / y el corazón del hombre / vuelve a la vida. Amén”.

La nieve es un símbolo del invierno que hoy, 21 de diciembre, comienza. Y ya se sabe que en el hemisferio norte la Navidad está asociada al invierno; por tanto, también a la nieve. Comprendo que a aquellos que han nacido en climas tropicales o en lugares cálidos, la nieve no les dice nada. Para mí, sin embargo, que he nacido en un frío pueblo de montaña, en el corazón del invierno, la nieve es todo un símbolo. Mis Navidades infantiles están asociadas al frío y al suelo blanco, quizá por aquello de que “antes sí que nevaba y no ahora”. Hoy quiero explorar la sensación que desde niño me produce la nieve y, más todavía, el acto de nevar. Es un sentimiento de alegría serena, de belleza sugestiva, de música callada. Me vais a permitir que me ponga un poco sentimental sin que sirva de precedente.

Los cristales de la ventana se cubren de un vaho suave por el contraste entre el frío de fuera y el calor de dentro. Crepita la leña de roble en la chimenea. Afuera la temperatura ronda los dos grados. Yo descorro las cortinas y pego mi naricilla de niño a los cristales. Los copos caen perezosos, como bolitas de algodón que se tomaran tiempo para aterrizar. Al principio se derriten en la tierra yerta. Poco a poco, cubren con un manto blanco los prados, las acículas de los pinos, los tejados rojos, las calles empedradas y todo lo que está a su alcance. En poco tiempo se forma un espesor de más de 20 centímetros. En esa dulce monotonía no me aburro. Es como si el silencio que se produce cuando nieva me subyugara el alma. Los copos al caer no golpean como las gotas de lluvia. Pareciera que acarician la tierra para no despertarla. Y en ese ejercicio de ternura y silencio un escalofrío me recorre el cuerpo. No sé si también el alma. Es como si el tiempo se detuviese. Ya no se mide con el tic-tac del reloj sino con la cadencia de los copos que caen. En medio de la rutina cotidiana, la nieve introduce un tiempo de contemplación, belleza y misterio. Quizá tiene razón el himno litúrgico cuando canta: “Cuanta más nieve cae, / más cielo cerca”. Es como si Dios descendiera sobre la tierra disfrazado de blanco. No es un guerrero extraterrestre, armado con un rifle de rayos láser, sino un diminuto copo, casi imperceptible, que se deja caer, que “planta su tienda en nuestro suelo”. Y yo, sin saber por qué, dejo caer también una lagrimilla de alegría. Cada vez que nieva es como si Dios se hubiera acordado otra vez de nosotros.

No hay previsión de que este año nieve en Madrid durante la Navidad. La temperatura mínima rozará los cero grados, pero no veremos la nieve. Tampoco nevará en mi pueblo natal. Así que el cielo estará un poco más lejos de nosotros. Tendremos que buscar otros símbolos de cercanía para entender qué significa el nacimiento del Emmanuel, el Dios-con-nosotros. A falta de nieve en el aire y en el suelo, volveremos nuestros ojos ante los verdaderos símbolos de la Navidad: todas las personas que necesitan cariño y protección y todas las que regalan amor sin esperar nada a cambio. Estos símbolos, tanto en el hemisferio norte como en el sur, nunca van a faltar. Hay que abrir los ojos para verlos.

La antífona de este 21 de diciembre, presenta al Mesías como Sol que nace de lo alto, que viene de Oriente. Y precisamente hoy, comienzo del invierno en el hemisferio norte, es la fecha en la que los días comienzan a alargarse poco a poco. El símbolo cósmico explica la realidad teológica. A este Sol que es Jesús le pedimos que ilumine a todos los que viven en tinieblas y en sombra de muerte. Él, que se ha presentado como la Luz del mundo, puede ayudarnos a ver con claridad en medio de nuestras noches; sobre todo, puede introducirnos en la Luz definitiva de Dios al final del túnel de la muerte.




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