El otro día, un
obispo amigo mío, compañero de estudios, me dijo esto: “Mira, cuando cuelgo en
Facebook algunos pensamientos (incluso del papa Francisco), veo que no suscitan
demasiado interés, pero cuando pongo fotos de mi familia o comento algún asunto
personal, aumentan muchísimo los Me gusta y los comentarios”. Sus palabras me
hicieron pensar. Ya sé que las declaraciones de un amigo –por muy obispo que
sea– no pueden competir con el sesudo estudio que alguna universidad americana habrá
ya hecho sobre el asunto y con las publicaciones de las revistas especializadas. O sea, que no se puede sacar conclusiones de una opinión
individual. Sin embargo, creo que se acerca bastante a la realidad que yo mismo
percibo. Vivimos un tiempo en el que –para bien o para mal– muchas personas se
cansan de reflexión, no aguantan los sermones. Todo les suena a algo que tiene
que ver poco con la vida real. Las historias, por el contrario, son vida hecha
palabra. Tienen la autenticidad, la belleza y la capacidad interpelante de la
vida misma. Da igual que sean historias tristes o alegres, pacíficas o cruentas,
dramáticas o cómicas. Si están bien contadas, siempre enganchan. Cuando uno lee,
por ejemplo, los tres evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) no se
encuentra con un Breve tratado sobre el
Reino de Dios, con una Aproximación metodológica a la realidad de
los pobres o discursos por el estilo. Se encuentra, ante todo, con una
colección de historias de Jesús que cada evangelista ha ido engarzando según
algunas ideas-fuerza y teniendo en cuenta las necesidades de los destinatarios
a quienes se dirige. Por eso los Evangelios siguen atrayendo a millones de personas.
Yo soy un poco
reacio a contar historias personales porque me parece que no tienen especial interés
para otras personas, pero reconozco que lo personal es lo que más nos llega. De
hecho, yo también leo con fruición textos en los que el autor se moja y no se
limita a hacer reflexiones sin sujeto. Los periodistas lo saben muy bien; por
eso buscan siempre personas de las que se pueda contar alguna historia. El argumento
es casi secundario. Se puede hablar del Oscar ganado por una actriz de cine, de
un plato preparado por un cocinero de moda o de los recuerdos del servicio militar de un viejo de pueblo. Los políticos (sobre todo los de Estados Unidos) suelen contar historias en sus discursos. Barack Obama es un maestro consumado y hasta Chelsea Clinton –la hija de Bill y de Hillary– usó este recurso cuando se dirigió a la Convención del Partido Democrático. Es la manera de llegar al corazón de la gente. El papa Francisco es otro gran cuentista (espero que no se me malinterprete). Lo importante es que haya una persona, un hecho
y un contexto. ¿Por qué las historias nos
interesan tanto? Lo he dicho antes: porque es vida hecha carne. Las ideas se
las lleva el viento. A menudo proceden de personas cuyas existencias van en dirección
contraria a lo que piensan o escriben. Las ideas se manipulan, se tergiversan,
se desgastan. Las historias siempre están ahí. Pueden ser también
tergiversadas, pero la verdad de la vida acaba abriéndose paso. Decían los clásicos que contra factum non est argumentum (o sea,
que los hechos son tozudos, indiscutibles). Robert, un buen amigo keniano, se
definía a sí mismo como un story-teller;
es decir, como un cuentista en el más noble sentido de la palabra. Aspiro a eso,
pero me siento muy lejos de la meta. Mi formación académica todavía me empuja
demasiado al mundo de las abstracciones. Tendré que seguir intentándolo.
Por mi experiencia profesional también digo que consigues más empatía con la persona cuando compartes con ella algo personal... Es como ponerte al mismo nivel que tu interlocutor y éste recibe información más concreta. Lo comparo a cuando hablo a un niñ@ pequeño, me pongo a su altura, para que nos podamos mirar a los ojos, así estoy a su mismo nivel, ellos están más atentos, comprendenn mejor.
ResponderEliminar