No sé ni sus
nombres ni su edad. Solo recuerdo que bailaron una preciosa danza de bienvenida
el pasado día 10 en Montefano, Sri Lanka. Su sonrisa cautiva. Su piel tostada
hace juego con la tierra que pisan sus pies descalzos. Los ojos negros miran de
frente, sin miedo, casi como desafiando a la cámara. Pero no se detienen en
ella. Parecen mirar más lejos. En realidad, te miran a ti, que contemplas estos
rostros jóvenes enmarcados por cabellos negros que descienden sedosos por los
hombros frágiles. Todo transmitiría un aura budista de paz y compasión si no
fuera por la figura adulta que se adivina en el lado izquierdo de la foto y que
parece vigilar la escena a distancia. La mujer de vestido verde también sonríe,
pero su mueca es indescifrable: parece tanto un reproche como un estímulo. Me
quedo con los rostros limpios de las dos jóvenes bailarinas, con sus livianos
vestidos azules y, sobre todo, con la armonía que transmite sus cuerpos
gráciles, reflejo de un alma acompasada.
Todos los niños y
niñas sentados en el suelo son víctimas de la guerra. Van descalzos, como exige
la tradición oriental porque la tierra que pisan es sagrada. Los que no pueden
moverse permanecen en sus sillas de ruedas. Es domingo. Tras años de
sufrimiento, el domingo los introduce en el tiempo de la fiesta. No están
solos. Los rodean sus cuidadores y, de manera excepcional, alrededor de 40
claretianos venidos de todo el mundo. Si alguna vez pensaron que su vida no
merecía la pena, hoy saben que cuentan para nosotros y, sobre todo, para Dios.
Algunos cantan, pero la mayoría no puede hacerlo. El trauma de la guerra los ha
dejado speechless, sin capacidad de
proferir palabras. Los gestos sustituyen a las voces. Todos son niños acogidos
en Varod. La misa del domingo les recuerda que nada está perdido, que todavía
hay tiempo para la esperanza porque Jesús, el perseguido, se ha puesto de su
parte.
Visto de noche,
asombra, deslumbra, estremece. La foto no hace justicia a su magnificencia. Es
el Buda gigante del Templo Dorado de Dungala. Su figura de oro se yergue
majestuosa sobre el abigarrado edificio blanco. A pesar de sus inmensas
proporciones, el Buda no es tosco. Transmite armonía, sencillez, serenidad. Es
como si quisiera contagiar su espíritu a quienes se acercan al lugar derrotados
por la ansiedad y la prisa. En medio de la noche negra, el dorado de su cuerpo,
iluminado con discreción y belleza, es un destello de serena sabiduría
solo malogrado por las prescindibles luces de neón. No soy budista ni me siento
particularmente seducido por esta milenaria doctrina que encandila a muchos
occidentales hastiados de una vida insustancial. Pero reconozco que hay
símbolos que a uno le transportan más allá de su imaginario cotidiano. Figuras
que nos hacen soñar, imaginar, querer. Sin ellas, la vida se volvería demasiado
gris y la cotidianidad, lejos de ser el espacio de la bondad y la belleza, se
convertiría en nuestra cárcel.
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