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jueves, 22 de septiembre de 2016

Me encanta el otoño

Dentro de unas horas comenzará el otoño en el hemisferio norte. Confieso que soy un enamorado de esta estación. Como canta el grupo Mocedades en el vídeo que he puesto al final, Vuelven ya los días de luz adormecida. El hecho de vivir en un continente en el que se marcan con claridad las cuatro estaciones (primavera, verano, otoño e invierno) permite ajustar el ritmo vital al ciclo de la naturaleza que es, en definitiva, una parábola del ciclo de la vida. Tras los calores y los excesos lumínicos del verano, viene la estación del sosiego, de la intimidad. Recuerdo que precisamente en el otoño de 1982 escuché por la radio una entrevista a Felipe González. Acababa de obtener una victoria arrolladora en las elecciones que se celebraron aquel año. Pocos días después se produjo la primera visita del papa Juan Pablo II a España. El entrevistador le preguntó cuál era su palabra favorita en español. Yo me esperaba alguna respuesta que tuviera que ver con su filiación socialista: igualdad, justicia, solidaridad, etc. Pero no. Felipe González, con su inconfundible acento sevillano, confesó que su palabra favorita era sosiego, término que –según el diccionario de la RAE– significa “quietud, tranquilidad, serenidad”.

Estas tres realidades me evoca siempre el otoño. Añadiría algunas más: belleza, intimidad y espiritualidad. El otoño, en el pueblo en el que nací, es una estación maravillosa, seductora. Es el tiempo de las moras y frambuesas, de las setas, de las primeras lumbres en la chimenea, de las tardes breves, de la luz suave, de las lluvias reparadoras, de los prados de nuevo verdes tras los rigores del estío, de las hayas y los robles amarillos, de las noches largas y frías, de la berrea de los ciervos, de la caza de la paloma… Hay personas a las que todos estos fenómenos las sumen en una profunda melancolía. A mí, por el contrario, me inundan de una alegría contenida. Frente a la carcajada estentórea del verano, prefiero la sonrisa suave del otoño, quizá porque me encuentro en una etapa de la vida que guarda muchas similitudes con el otoño astronómico y meteorológico. 

Me cansan los ruidos, disfruto con el silencio. Me aburre el jolgorio, disfruto con una conversación amigable. Me agota el calor excesivo, renazco con las temperaturas frescas. Es como si el otoño propiciara un reencuentro sereno con mi mundo interior y, dentro de él, con todas las personas que forman parte de mi vida. Buceando en el interior, me siento más en comunión que a través de interminables charlas insustanciales. Bueno, no sé por qué escribo estas cosas estando ahora mismo en un país tropical en el que no hay más que dos estaciones: la seca (que está a punto de terminar) y la de las lluvias (que está a punto de comenzar). Quizá lo hago porque lo que uno vive de niño le marca para el resto de su vida, se convierte en permanente punto de referencia. 

Esta tarde viajaré a Kattuwa, cerca de Colombo, y mañana emprenderé el viaje de regreso a Roma. Las dos semanas transcurridas en Sri Lanka han sido un itinerario de realismo, belleza, fraternidad y compromiso misionero. Me llevo mi mochila –y no lo digo en sentido metafórico porque cada uno de nosotros recibió una al principio del encuentro– cargada con todo esto. No todo el mundo tiene el privilegio de tener hermanos y amigos en más de 60 países en todo el mundo. 

Os dejo con el anunciado vídeo de Mocedades. La verdad es que parece sacado del bául de la abuela, pero el tema encaja con el post de hoy.


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