Es sábado. No
parece un buen día para hincar el diente en asuntos serios, pero éste –el de la
corrupción– se ha convertido, por desgracia, en “el pan nuestro de cada día”.
También de los sábados y domingos. No cierra nunca por vacaciones. Es un virus
que afecta a todos los países y a muchas personas e instituciones. Pero, como
en casi todo en la vida, también aquí hay clases. De vez en cuando se actualiza
la lista de los países más corruptos. Quizá en el pasado se toleraban mejor los
comportamientos corruptos. Hoy –al menos en los ambientes en los que me muevo– se
da un rechazo general. Los nuevos partidos se presentan como látigos contra la
corrupción y adalides de la transparencia, aunque no siempre pueden lanzar la
primera piedra porque también a ellos los salpica esta lacra. Incluso muchas
personas que se escandalizan de los políticos y empresarios corruptos no tienen
reparo en practicar una corrupción diminutiva en sus trabajos y con relación al
estado (impuestos, etc.). O sea, que la corrupción no es solo una red de casos
aislados aireados por la prensa sino un ambiente generalizado que vicia
nuestras actitudes y conductas. ¿Con qué cara un político se embolsa un dinero
que procede, entre otras fuentes, de lo que el estado detrae de la pensión de
una pobre viuda? Se le tendría que caer la cara de vergüenza. La primera
lectura de la misa de mañana domingo, tomada del capítulo 6 de Amós, es un
fuerte alegato contra “la orgía de los disolutos”. Mucha gente honrada contribuye
con sus impuestos al bienestar común mientras algunos desaprensivos se lucran
con lo que está destinado a todos y, en especial, a los más desfavorecidos.
La transparencia
y la honradez tienen mucho que ver con la educación. Si los niños y jóvenes no
respiran estos valores en su casa y en la escuela, es muy difícil que no se
dejen seducir por la corrupción ambiental, que no sueñen con encontrar su oportunidad. Una cultura que promueve el
dinero fácil, que no recompensa la obra bien hecha, que mide con el mismo
rasero al profesional competente y al chapucero, está creando las bases para
que los más aprovechados medren. Y hasta es probable que muchos los aplaudan
por su astucia. Comportamientos así desmoralizan a las personas honradas, hasta
el punto de que les hacen preguntarse si vale la pena ser decente en una sociedad
que parece regirse por los principios del lucro desmedido, la envidia y la corrupción.
Algunos partidos se extrañan de que muchos ciudadanos les hayan retirado su
confianza en los últimos años. Deberían extrañarse, más bien, de que todavía
millones de votantes los sigan apoyando, quizá porque no encuentran una
alternativa mejor. Es necesario que crezca una nueva conciencia social, que se respire
una nueva atmósfera en la que los corruptos no encuentren el aire que necesitan
para sus operaciones. Cualquier medida razonable que favorezca la transparencia
de la cosa pública –y, sobre todo, de la gestión económica– debería ser apoyada
por quienes aún sienten la suficiente indignación ética como para no resignarse
a la situación actual. Y, desde luego, los educadores tenemos una enorme
responsabilidad. Sin corrupción se podrían afrontar con más solvencia muchos de
los problemas sociales (educación, sanidad, pensiones) que afectan siempre a
los más vulnerables.
Toda la razón. Es una sociedad muy falsa en la que vivimos y los políticos no dejan de ser un reflejo de la sociedad. Naturalmente que es importante la labor de los educadores y que en las propias familias se alimente la honestidad como un valor esencial. Y predicar a todos que no se limiten a ver la mota en el ojo del vecino. Y si esa labor educativa es decisiva ¿qué decir de la prensa que se dedica a denunciar a los demás muchas veces solo para conseguir beneficios para ellos mismos o para forzar la consecución de prebendas? Y que se trate a todos los corruptos con el mismo rasero y con el afán de tratar de contribuir a corregir la situación y no solo de llenar las redes sociales de grandes titulares.
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