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domingo, 11 de septiembre de 2016

La alegría de Dios

Este domingo está bañado con el agua limpia de la alegría. Es verdad que se cumplen 15 años del terrible atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, pero la misericordia triunfa sobre el odio. El evangelio de hoy nos propone el capítulo 15 de Lucas, que recoge tres parábolas de Jesús: la oveja perdida, la moneda perdida, los hijos perdidos. Es una forma imperfecta de llamarlas. El título podría ser otro: la oveja encontrada, la moneda encontrada y los hijos encontrados. Pero creo que el hilo conductor de las tres es más profundo y sutil. Las tres nos hablan de la misericordia de Dios y también de la alegría de Dios. A veces, usando un eufemismo: “Hay más alegría en el cielo…”. No creo que éste –el de la alegría de Dios– figure en la lista de temas de rabiosa actualidad. Buscando en el baúl de los recuerdos, me viene a la memoria una vieja canción que decía, más o menos así:

Si Dios es alegre y joven,
si es bueno y sabe sonreír,
¿por qué rezar tan tristes,
por qué vivir sin cantar ni reír?


El estribillo repetía varias veces: Dios es alegre, Dios es amor. Identificaba la alegría de Dios con su misericordia. Cuesta entender por qué tantas personas siguen teniendo una imagen triste de Dios. Un Dios aguafiestas hace la vida insufrible. No es extraño que uno quiera desembarazarse de esa presencia amenazadora que parece reñida con la alegría de vivir. 

Pero si algo subraya Jesús en las tres parábolas de este domingo es precisamente lo contrario: Dios quiere a toda costa que todos sus hijos –sobre todo, los perdidos–, puedan experimentar la alegría de su amor, el gozo de volver a casa, de sentir que forman parte de la familia de un Padre que no abandona a ninguno de sus hijos. Cuando uno se siente justo, cumplidor del deber, es probable que no experimente la necesidad de ser encontrado: a lo más, uno aspira a ser premiado. Pero cuando uno experimenta los reveses de la vida, cuando sabe que ha malgastado sus energías, cuando siente que todos le vuelven la espalda, que no es posible rehacer el camino deshecho… entonces las parábolas de Jesús constituyen una bocanada de aire fresco, de serena esperanza. Dios siente predilección por estos hijos en apuros que de los que nadie se ocupa. Lo más importante no es el arrepentimiento, el esfuerzo por volver a casa, la emoción del encuentro. Lo que Jesús acentúa es que Dios se pone más contento que unas pascuas. ¿A qué ser humano se le hubiera ocurrido un Dios así?

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