Hoy es un día
cargado de resonancias. El 6
de agosto de 1945 se lanzó la primera bomba atómica sobre Hiroshima. El
6 de agosto de 1978 falleció en Castelgandolfo el papa Pablo VI. Ambos
acontecimientos tuvieron lugar el día en que la Iglesia celebra la fiesta
de la Transfiguración. Este año, además, coincide con el comienzo de
los Juegos
Olímpicos de Río de Janeiro inaugurados ayer por la noche en la ciudad
carioca. En su mensaje a los atletas, el papa Francisco les ha dicho: “En un
mundo que tiene sed de paz, tolerancia y reconciliación, espero que el espíritu
de los Juegos Olímpicos pueda inspirar a todos, participantes y espectadores, a
combatir la buena batalla y terminar
juntos la carrera”.
¿En qué consiste esta buena
batalla que debemos combatir? En el caso de los atletas, su batalla
personal persigue la victoria sobre los rivales y, si es posible, el logro de
nuevos récords siguiendo el lema olímpico: citius, altius,
fortius (más rápido, más alto, más fuerte). En el caso de los
creyentes, la batalla consiste en lograr
la plena transfiguración hasta que no seamos nosotros los que vivamos sino
que sea Cristo quien viva en nosotros (Gal 2,20).
Muchas personas poseen una mentalidad olímpica. A base de esfuerzo pretenden alcanzar nuevas metas, superarse, llegar más lejos. Sus objetivos son muy diversos: desde terminar una carrera hasta aprender una lengua o adelgazar algún kilo. Están convencidas de que con voluntad y constancia pueden conseguir lo que se proponen. Querer es poder, suele decirse. Con frecuencia estas batallas personales se libran en compañía de otras personas, con lo que se resalta el trabajo en equipo, tan típico del espíritu olímpico. No hay nada malo en esta manera de entender la vida como superación constante. Nos ayuda a no quedarnos estancados, a desarrollar nuestras capacidades; en definitiva, a enriquecer nuestra vida.
Muchas personas poseen una mentalidad olímpica. A base de esfuerzo pretenden alcanzar nuevas metas, superarse, llegar más lejos. Sus objetivos son muy diversos: desde terminar una carrera hasta aprender una lengua o adelgazar algún kilo. Están convencidas de que con voluntad y constancia pueden conseguir lo que se proponen. Querer es poder, suele decirse. Con frecuencia estas batallas personales se libran en compañía de otras personas, con lo que se resalta el trabajo en equipo, tan típico del espíritu olímpico. No hay nada malo en esta manera de entender la vida como superación constante. Nos ayuda a no quedarnos estancados, a desarrollar nuestras capacidades; en definitiva, a enriquecer nuestra vida.
¿Es esto lo que
Jesús nos propone? ¿Es el cristianismo un deporte olímpico? No. Jesús no nos
pide conseguir metas sino que nos introduce en un lento proceso de
transfiguración/trasformación en el que los cambios más profundos no se
consiguen mediante nuestro esfuerzo sino a través de una actitud de docilidad.
Más que en hacer, el seguimiento de Jesús consiste en dejarnos hacer. Jesús nos invita a subir fatigosamente la montaña
de la vida cargados con mochilas que contienen nuestras frustraciones, tristezas,
dudas, ansiedades y fracasos. Llegados a la cumbre, no nos propone un duro
entrenamiento para desembarazarnos de estos pesados fardos. Nos introduce en
una experiencia de luz que consiste en escuchar la voz que Dios nos dirige. Su
mensaje es nítido: “Tú eres mi hijo amado”.
No hay transformación más profunda
que la que se produce cuando tomamos conciencia de lo que somos. Dios no nos
dice: “Si te esfuerzas, podrás llegar a ser mi hijo. ¡Ánimo, no decaigas!”. No,
la identidad no se conquista sino que se acepta como gracia. Lo que Dios nos dice es: “Cualquiera
que sea tu situación, yo te quiero porque tú eres mi hijo”.
La experiencia es
tan hermosa que –como Pedro– quisiéramos hacer tres tiendas para morar en ella, saborearla hasta el final y detener el tiempo. Pero Jesús no nos ha
invitado a subir para quedarnos en la cumbre sino para bajar de nuevo al valle
de la vida cotidiana con el rostro resplandeciente, como Moisés; es decir,
transformados, agradecidos por haber vislumbrado quiénes somos en realidad. Los creyentes somos personas con el rostro transfigurado. Por eso, desarrollamos una extraña sensibilidad hacia los desfigurados por las pruebas de la vida.
¿Olímpicos? No, gracias. Esto lo dejamos a los deportistas de élite. Nosotros no aspiramos a medallas, no pretendemos derrotar a nadie. Aceptamos ser transformados por la palabra de Dios. Solo así podremos contribuir a la construcción de un mundo que nunca tenga que recurrir a la bomba atómica para "lograr la paz".
¿Olímpicos? No, gracias. Esto lo dejamos a los deportistas de élite. Nosotros no aspiramos a medallas, no pretendemos derrotar a nadie. Aceptamos ser transformados por la palabra de Dios. Solo así podremos contribuir a la construcción de un mundo que nunca tenga que recurrir a la bomba atómica para "lograr la paz".
Olímpicos NO, Transfigurados, transformados,.... Me has emocionado. Gracias Cristina, rmi
ResponderEliminar