El evangelio de
este XIX
Domingo del Tiempo Ordinario contiene un dicho de Jesús que ha pasado
al acervo mundial: “Donde está tu tesoro,
allí está tu corazón”. En cada uno de nosotros resuenan de manera distinta estas
palabras porque somos hijos de las experiencias vividas. Para una persona de
hoy, el corazón simboliza el amor, la pasión, el deseo. Hace años que se
extendió la moda de utilizar el símbolo del corazón unido a nombres de ciudades como Nueva York o
Roma. Sin embargo, para un hebreo del tiempo de Jesús, el corazón es lo más
radical de cada persona, el centro, su santuario, la sede de los pensamientos,
afectos, decisiones, el lugar del encuentro con Dios. Usamos la misma palabra,
pero nos estamos refiriendo a realidades distintas. Según Jesús, ponemos el
corazón (es decir, nuestro centro personal) en aquello que de veras nos importa,
en nuestro tesoro.
El drama de
muchos de nosotros es que hemos sido educados desde niños con ideas cristianas,
pero nuestros intereses han caminado en otra dirección. El adolescente que recibía
con más o menos agrado clases de religión durante el bachillerato es el mismo
joven que sueña con terminar una carrera para hacerse rico y vivir bien.
De adulto, tal vez sigue creyendo que hay un Dios detrás del misterio del
universo, lleva una cruz colgada al cuello, musita algunas oraciones aprendidas
de memoria, pero eso no afecta mucho a sus intereses vitales. A la hora de la verdad
se rige por otros valores y criterios más en consonancia con lo que hoy se lleva. La cabeza almacena creencias y
convicciones de matriz cristiana, pero el corazón se deja encandilar por los
ídolos que siempre nos seducen a los humanos: el placer, el dinero y el poder
en sus múltiples variedades. El cristiano ortodoxo que se escandaliza porque algunos
políticos legislan sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo es el
mismo que no tiene empacho en lucrarse con una comisión en una obra pública. Una cosa es lo que se piensa y otra lo que se hace.
Es
como si hubiera un foso entre la cabeza y el corazón. No coincide lo que
decimos creer con lo que realmente nos mueve en la vida. Y ya se sabe que lo afectivo es lo efectivo. Es decir,
solo lo que toca el corazón nos transforma.
¿Qué podemos hacer para evitar esta esquizofrenia que nos divide por dentro y nos roba la credibilidad? Solo encuentro un camino: enamorarnos de Jesús, dejarnos atrapar por él, estar abiertos a su irrupción inesperada en nuestras vidas. Las personas que han experimentado esta atracción pueden ser débiles, incoherentes, pero están marcadas a fuego. Su corazón, conectado con el de Jesús, es un GPS que les indica claramente el camino a seguir. Es una cuestión de amor. No bastan las convicciones. El salmo 16 lo expresa con palabras que no pasan de moda: “Yo digo al Señor: Tú eres mi bien. Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen... Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas”.
Os dejo con
nuestro amigo Fernando Armellini para profundizar en otros aspectos del
Evangelio de este domingo.
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