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viernes, 19 de agosto de 2016

La caldereta ecológica

Sucede todos los años el 18 de agosto a partir de las seis y media de la tarde. Casi siempre hace un tiempo agradable, pero a veces llueve o se levanta el viento norte. Todas las familias se ponen en marcha desde sus casas hasta un paraje en medio del pinar de Vinuesa llamado El Regajo. Parece un éxodo bíblico desfilando por la carretera que separa el núcleo urbano del bosque. Hace años las familias portaban sus cestos de mimbre llenos de viandas, acompañados por la banda de música, en un ambiente de regocijo, como colofón de las fiestas patronales. Ahora los coches hacen la función de modernos porteadores, pero el espíritu es el mismo. Llegados al pinar, cada familia suele ocupar siempre el mismo sitio. Es como si se hubiera distribuido la tierra prometida en lotes: uno para cada tribu. Hay familias muy numerosas que son verdaderas tribus de abuelos, hijos, nietos e invitados. Pueden agrupar en torno a 40  personas. Otras son unidades pequeñas de tres o cuatro miembros. No importa el tamaño porque todos se saben parte del mismo pueblo, de la misma comunidad humana.

Todas extienden sobre la hierba, reseca por los calores del estío, su inmenso mantel. No hay mejor mesa que la madre tierra, aunque el progreso y la edad de algunos miembros han empujado a muchas familias a dotarse de mesas plegables. Sobre el mantel, salpicado con acículas de los pinos, se van depositando las viandas tradicionales. Casi nunca falta el pan, la tortilla de patatas, el chorizo, el jamón y el queso. Y, por supuesto, abundante vino y otras bebidas refrescantes. Recostados en el suelo –como si se tratara de triclinios ecológicos– los comensales se reúnen en torno al mantel terrestre o a las mesas. Algunos se ayudan de sillas o piedras, pero la tierra sigue siendo el mejor respaldo. En algún lugar del inmenso comedor al aire libre, el párroco pronuncia la bendición en torno a las siete de la tarde y todos comienzan el banquete –merienda, lo llaman los lugareños– que se prolongará hasta que la noche caiga sobre el pinar y la música convoque al baile.

Cuando la merienda está avanzada, unos mocetones se acercan a cada grupo familiar ofreciendo la carne de toro que ha sido cocinada en las grandes calderas que desde el comienzo de la mañana han estado ardiendo en el lugar dispuesto para ello. La carne procede de los toros lidiados el día anterior en la becerrada popular que este año parece que fue un éxito: por la bravura de los becerros y, sobre todo, por la destreza de los toreros. Comerse comunitariamente las reses ejecutadas conecta a este pueblo con las costumbres más ancestrales. A más de un animalista le puede repugnar esta taurofagia casi sacral. Pero no es tan fácil ir contra las tradiciones. 


El que degusta la caldereta como si fuera un miembro de la tribu de los pelendones es el mismo que, segundos después, consulta su móvil de última generación. Comen carne de toro el leñador con estudios primarios y el doctor en químicas, el visontino de toda la vida y el veraneante que se une a algún grupo familiar. Hay una extraña simbiosis de pasado y presente en este rito comunitario, intergeneracional e interclasista. Cada familia prepara su propia merienda, pero todos comparten un plato común: el toro guisado según receta de la tierra, la famosa caldereta. Las familias pueden ser más o menos numerosas, pudientes, equipadas. Todas comulgan un manjar que ha sido cocinado por un equipo de voluntarios. Y de nuevo se pone de relieve un rasgo de este pueblo que es, al mismo tiempo, muy individualista (muy suyo, dicen algunos), pero también capaz de empresas colectivas que van desde el aprovechamiento comunal de los pinares hasta el consumo de la carne de toro en una merienda ecológica en la que tierra, animal y ser humano entran en comunión.

A medida que la comida y el vino llenan los estómagos y encienden los corazones, las conversaciones se aceleran, suben de volumen, se disparan las risas y comienzan los bailes. Llegados a este punto, cualquiera que se acerque encontrará un lugar en este inmenso banquete que, mirado con ojos de fe, es un hermoso símbolo anticipatorio de ese banquete definitivo en el que todos los seres humanos, sin distinción de razas, credos o ideologías, participaremos de la fiesta del reino de Dios. Un pueblo que sabe comer unido exorciza el demonio del individualismo moderno y urbano, que nos va cerrando en nuestra sacrosanta privacidad y solo nos ofrece entretenimiento para rellenar el vacío. Comer juntos en medio del pinar más de dos mil personas, sin la sofisticación de un restaurante, nos recuerda las vinculaciones más profundas del ser humano: la madre tierra, los vecinos hermanos y Dios, Padre de todos. ¡Que no pare la fiesta!

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