Parece el título
de una película de Julia Roberts, pero es solo el fruto de una observación
cotidiana. Cuando salgo a caminar cada mañana, veo que un pequeño grupo de
personas, por lo general ataviadas con ropa deportiva, corretean de una parte
para otra con aire circunspecto y como entrenándose para alguna competición de
alto nivel. Si yo les digo que están corriendo es posible que se enojen un poco
porque lo que hoy se lleva es hacer jogging
(o footing, como se decía
impropiamente hace algunos años). Los que practican esta disciplina tan vieja
como la humanidad no son corredores (que es como se les ha llamado toda la
vida) sino runners. Se sentirían
humillados si alguien los califica de simples corredores o trotadores. ¡Qué duda cabe que
uno se siente mucho más importante practicando el moderno jogging que corriendo
como siempre se ha hecho! En fin, la anglomanía llega hasta estos extremos
ridículos. Lo que importa es que corriendo parece que uno se siente triunfador.
Y ya se sabe que no hay cosa peor en esta sociedad competitiva que te llamen
perdedor (perdón, loser).
Junto al pequeño
grupo de corredores (perdón, de runners),
hay algunos que se dedican –nos dedicamos– a caminar. Quisiera hacerlo con más
frecuencia, pero no siempre me es posible. En este tiempo de vacaciones
comienzo la jornada caminando. Me adentro por los pinares de mi tierra, tomo un
café en el bar del camping “Cobijo” y prosigo por sendas que me son
familiares desde hace muchos años. Me dejo acariciar por el sol matutino y a
veces por una brisa fresca que deja la temperatura en torno a 15 grados. Camino
a paso veloz. Procuro no pensar en nada. Dejo que me invadan las sensaciones
más elementales: el placer de pisar la hierba mullida, el olor a pino, el
silencio apenas interrumpido por el ruido lejano de los vehículos que circulan
por el camino forestal… Ni siquiera considero las ventajas fisiológicas del
caminar. Pienso, más bien, que empezar el día caminando es un recordatorio de
mi condición de homo viator. Somos
como el agua. Si permanece retenida, acaba corrompiéndose. Si fluye, se
mantiene pura. Caminar, fluir, es una forma de mantenernos vivos.
Pero queda un
tercer verbo más interesante que los anteriores, más contracultural y
saludable. Cuando salgo de casa, apenas encuentro a unas pocas personas, turistas
por más señas. Cuando regreso, hora y media después, noto que la comunidad se
ha puesto en marcha, pero sin los sobresaltos que se perciben en las ciudades.
Aquí el tempo es siempre adagio o andante; en pocas ocasiones llega a un allegro, siempre matizado por el ma non troppo. En contraste con los lugareños, yo me veo un poco
acelerado. Camino deprisa, como si tuviera que apagar un incendio. Soy
andariego, acaso porque ya no sé ser paseante. Yo fuerzo el cuerpo. Lo someto a
un ritmo rápido. Quien pasea es un contemplativo. Se detiene a observar el
detalle de un edificio o de un paraje. No se limita a saludar como a hurtadillas,
sino que detiene la marcha y se entretiene a conversar con otros viandantes. En
los pueblos pequeños todavía quedan personas –casi siempre mayores– que practican
el noble arte de pasear como si no tuvieran otra cosa más importante que hacer
en la vida. Se comportan como verdaderos señores. No se dejan dominar por la esclavitud
de la prisa o por los horarios ajustados. Pasean con parsimonia, viendo el
mundo con una mezcla de sorna y compasión. Yo quiero aprender a pasear.
Me ha gustado mucho este post, Gonzalo. No sé si lo habrás leído, pero te recomiendo el libro "Caminar" de Henry David Thoreau, en el que reflexiona sobre el deambular por el campo. Un abrazo, Iván.
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