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miércoles, 17 de agosto de 2016

El vino añejo de los viejos amigos

Mi condición de misionero itinerante me ha puesto en contacto con muchas personas de todo el mundo. A la mayoría, después del primer encuentro, no vuelvo a verlas más. Permanecen en algunas fotos y, con el correr del tiempo, se desvanecen. Otras pasan a engrosar la lista grande de los conocidos. Me produce alegría encontrarme con ellas después de un tiempo. Intercambiamos algunas informaciones, pero la cosa no suele pasar del plano de la cortesía. Solo unos pocos, sin saber bien por qué, entran a formar parte del grupo de los amigos. La lista se va incrementando y purificando con el correr de los años. Los amigos de última hora aportan frescura y novedad. Son como un vino de crianza que necesita ir madurando con el paso del tiempo. Los viejos tienen la ventaja de haber superado la prueba del calendario, que siempre coloca cada cosa en su sitio.

Durante estos días me estoy encontrando con varios de mis viejos amigos. Algunos se remontan a la etapa de la infancia y adolescencia. A veces pasan años sin vernos. Pero basta un encuentro para activar el afecto que nos profesamos. No dispongo de ningún termómetro para medir los grados de amistad, pero entre los amigos de la infancia, los nacidos en el mismo pueblo, encuentro características que los convierten en únicos. El hecho de compartir un mismo entorno físico y cultural, hablar el mismo lenguaje, conocer a la misma gente, recordar historias comunes, transitar por las mismas calles… crea una complicidad que no se da con los nuevos amigos. Los viejos son como un vino de reserva o incluso de gran reserva. A medida que pasa el tiempo, ganan en sabor.

Para alguien itinerante como yo es muy satisfactorio saber que hay personas que siempre están ahí, en el mismo lugar, ligadas a los espacios que han marcado la propia vida. Estoy disfrutando de conversaciones entrañables en los lugares más insospechados: un jardín bajo la luna, la barra de un bar, el atrio de la iglesia, el porche de una casa familiar, los asientos de piedra de una calle… y hasta la sacristía de la iglesia parroquial. Mientras disfruto con estas conversaciones de tú a tú, recuerdo una imagen muy usada por san Antonio María Claret, fundador de mi congregación de misioneros. Es la imagen del compás. Si una de las puntas está bien anclada en el centro, la otra puede girar libremente. El resultado siempre será un círculo perfecto. Pienso que mis viejos amigos (entre los que hay transportistas, ganaderos, leñadores, economistas, ferroviarios, químicos, ingenieros, albañiles, jubilados, etc.) representan ese centro que me ancla a la realidad en la que nací. Eso me permite moverme con mucha libertad, consciente de que ellos siempre me recuerdan quién soy, de dónde vengo y a quién pertenezco. Gracias, amigos.

1 comentario:

  1. Que buen artículo, así es. Los viejos amigos cada vez son más cercanos

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