Mi condición de
misionero itinerante me ha puesto en contacto con muchas personas de todo el
mundo. A la mayoría, después del primer encuentro, no vuelvo a verlas más. Permanecen
en algunas fotos y, con el correr del tiempo, se desvanecen. Otras pasan a
engrosar la lista grande de los conocidos. Me produce alegría encontrarme con
ellas después de un tiempo. Intercambiamos algunas informaciones, pero la cosa
no suele pasar del plano de la cortesía. Solo unos pocos, sin saber bien por
qué, entran a formar parte del grupo de los amigos. La lista se va
incrementando y purificando con el correr de los años. Los amigos de última hora
aportan frescura y novedad. Son como un vino de crianza que necesita ir
madurando con el paso del tiempo. Los viejos tienen la ventaja de haber
superado la prueba del calendario, que siempre coloca cada cosa en su sitio.
Durante estos
días me estoy encontrando con varios de mis viejos
amigos. Algunos se remontan a la etapa de la infancia y adolescencia. A veces
pasan años sin vernos. Pero basta un encuentro para activar el afecto que nos
profesamos. No dispongo de ningún termómetro para medir los grados de amistad,
pero entre los amigos de la infancia, los nacidos en el mismo pueblo, encuentro
características que los convierten en únicos. El hecho de compartir un mismo
entorno físico y cultural, hablar el mismo lenguaje, conocer a la misma gente,
recordar historias comunes, transitar por las mismas calles… crea una
complicidad que no se da con los nuevos amigos.
Los viejos son como un vino de
reserva o incluso de gran reserva. A medida que pasa el tiempo, ganan en sabor.
Para alguien
itinerante como yo es muy satisfactorio saber que hay personas que siempre
están ahí, en el mismo lugar, ligadas a los espacios que han marcado la propia
vida. Estoy disfrutando de conversaciones entrañables en los lugares más
insospechados: un jardín bajo la luna, la barra de un bar, el atrio de la
iglesia, el porche de una casa familiar, los asientos de piedra de una calle… y
hasta la sacristía de la iglesia parroquial. Mientras disfruto con estas conversaciones
de tú a tú, recuerdo una imagen muy usada por san Antonio María Claret, fundador
de mi congregación de misioneros. Es la imagen del compás. Si una de las puntas
está bien anclada en el centro, la otra puede girar libremente. El resultado
siempre será un círculo perfecto. Pienso que mis viejos amigos (entre los que hay transportistas, ganaderos,
leñadores, economistas, ferroviarios, químicos, ingenieros, albañiles, jubilados,
etc.) representan ese centro que me ancla a la realidad en la que nací. Eso me
permite moverme con mucha libertad, consciente de que ellos siempre me
recuerdan quién soy, de dónde vengo y a quién pertenezco. Gracias, amigos.
Que buen artículo, así es. Los viejos amigos cada vez son más cercanos
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