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miércoles, 31 de agosto de 2016

Hablar con los santos

La historia es rigurosamente cierta. Sucedió hace año y medio. Una señora colombiana acudió con su hija a visitar el templo-sepulcro de san Antonio María Claret en Vic, desde donde escribo estas líneas. Entró en la cripta que contiene los restos del santo. Durante varios minutos habló con él. Cuando el claretiano que la acompañaba le preguntó si ya había terminado, la señora dijo que todavía no. Ni corta ni perezosa extrajo su teléfono móvil del bolso, llamó a su hijo residente en Colombia y le dijo sin más preámbulos: “Te paso con el padre Claret”. La señora mantuvo su teléfono móvil orientado hacia la tumba mientras su hijo se dirigía al padre Claret como si estuviera a dos pasos de él. Ignoro el contenido de esta extraña conversación, pero intuyo que se trataba de un desahogo. Cuando el claretiano consideró que ya era tiempo de salir del recinto, la señora insistió con delicadeza: “Espere un poco, por favor, mi hijo aún no ha terminado”.

Vistas las cosas desde Europa, cuesta creer en esta familiaridad con los santos. Sin embargo, en Latinoamérica es muy común ver a muchas personas acercarse a sus estatuas, tocarlas y transmitirles sus peticiones. Yo, que soy más bien parco en expresiones de religiosidad, quiero hacer hoy una excepción. Sentado frente a la urna de madera que contiene los restos de san Antonio María Claret en Vic, sin necesidad de ningún teléfono móvil, quiero también compartir algunas confidencias.



Estoy aquí de paso. Me gusta venir a este lugar, pero no necesito hacerlo. Me siento en sintonía contigo en cualquier sitio. No es un problema de espacio o de tiempo sino de espíritu común. A veces, releyendo tu autobiografía, se me hace difícil traspasar la corteza de la historia. Tengo la impresión de que perteneces a un mundo que hace mucho que dejó de existir. Se me atragantan un poco tus formas ascéticas, tus oraciones románticas y tu pragmatismo apostólico desprovisto de la altura intelectual o del aliento poético que encuentro en otros santos, incluso contemporáneos tuyos. Pero reconozco que todo esto es la corteza. 

Cuando me adentro en tu experiencia mística, me parece ser un aprendiz de todo, un perfecto diletante. Siento que el fuego del amor está cubierto por muchas cenizas, que no me preocupa con pasión la suerte de mis prójimos, que no estoy dispuesto a entregarme de lleno, que enciendo una vela a Dios y otra al diablo; en definitiva, que no busco con todas mis fuerzas que “Dios sea conocido, amado, servido y alabado por todos”. Por eso he venido aquí. Hoy no te veo como modelo. Me recuerdas demasiado mi imperfección. Prefiero verte como intercesor. 

Ayúdame a tomarme la vida en serio sin la rigidez de quien cree que todo depende de la propia respuesta, con la cordialidad que impregnó tu espiritualidad cordimariana. Ayúdame a transformar las crisis en oportunidades. Ayúdame a mantener el fuego encendido, aunque a veces prefiera sustituirlo por una bombilla de bajo consumo.

4 comentarios:

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