La historia es
rigurosamente cierta. Sucedió hace año y medio. Una señora colombiana acudió
con su hija a visitar el templo-sepulcro de san Antonio María Claret en Vic, desde
donde escribo estas líneas. Entró en la cripta que contiene los restos del
santo. Durante varios minutos habló
con él. Cuando el claretiano que la acompañaba le preguntó si ya había
terminado, la señora dijo que todavía no. Ni corta ni perezosa extrajo su teléfono
móvil del bolso, llamó a su hijo residente en Colombia y le dijo sin más
preámbulos: “Te paso con el padre Claret”. La señora
mantuvo su teléfono móvil orientado hacia la tumba mientras su hijo se dirigía
al padre Claret como si estuviera a dos pasos de él. Ignoro el contenido de
esta extraña conversación, pero intuyo que se trataba de un desahogo. Cuando el
claretiano consideró que ya era tiempo de salir del recinto, la señora insistió
con delicadeza: “Espere un poco, por favor, mi hijo aún no ha terminado”.
Vistas las cosas
desde Europa, cuesta creer en esta familiaridad con los santos. Sin embargo, en
Latinoamérica es muy común ver a muchas personas acercarse a sus estatuas,
tocarlas y transmitirles sus peticiones. Yo, que soy más bien parco en
expresiones de religiosidad, quiero hacer hoy una excepción. Sentado frente a
la urna de madera que contiene los restos de san Antonio María Claret en Vic,
sin necesidad de ningún teléfono móvil, quiero también compartir algunas
confidencias.
Estoy aquí de
paso. Me gusta venir a este lugar, pero no necesito hacerlo. Me siento en sintonía
contigo en cualquier sitio. No es un problema de espacio o de tiempo sino de
espíritu común. A veces, releyendo tu autobiografía, se me hace difícil traspasar
la corteza de la historia. Tengo la impresión de que perteneces a un mundo que
hace mucho que dejó de existir. Se me atragantan un poco tus formas ascéticas,
tus oraciones románticas y tu pragmatismo apostólico desprovisto de la altura intelectual
o del aliento poético que encuentro en otros santos, incluso contemporáneos tuyos.
Pero reconozco que todo esto es la corteza.
Cuando me adentro en tu experiencia
mística, me parece ser un aprendiz de todo, un perfecto diletante. Siento que
el fuego del amor está cubierto por muchas cenizas, que no me preocupa con
pasión la suerte de mis prójimos, que no estoy dispuesto a entregarme de lleno,
que enciendo una vela a Dios y otra al diablo; en definitiva, que no busco con
todas mis fuerzas que “Dios sea conocido, amado, servido y alabado por todos”.
Por eso he venido aquí. Hoy no te veo como modelo. Me recuerdas demasiado mi
imperfección. Prefiero verte como intercesor.
Ayúdame a tomarme la vida en
serio sin la rigidez de quien cree que todo depende de la propia respuesta, con
la cordialidad que impregnó tu espiritualidad cordimariana. Ayúdame a
transformar las crisis en oportunidades. Ayúdame a mantener el fuego encendido,
aunque a veces prefiera sustituirlo por una bombilla de bajo consumo.
Gracias
ResponderEliminarGracias Gonzalo
ResponderEliminarGracias, siempre me sorprendes
ResponderEliminarEs verdad que en estas tierras latinoamericanas, la comunión con los santos es aún poco virtual...
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