Mis vacaciones de
este año han sido cortas, intensas y llenas de encuentros con personas amigas,
que es siempre lo más satisfactorio. Pero hablando con unos y con otros, percibo
que para muchos las vacaciones han dejado de ser un tiempo de descanso para
convertirse en una carrera contrarreloj. Hay como una especie de horror vacui, un miedo visceral a no
hacer nada. He comprobado muchas veces que el no hacer nada es una fuente
extraordinaria de creatividad. La mente y el cuerpo no pueden estar siempre
revolucionados, imaginando proyectos, haciendo viajes, visitando lugares,
saludando personas. Se necesita desconectar y no sentir remordimiento por no
hacer nada.
Soy ferviente defensor de la ética del dolce far niente, quizá porque la tendencia a la actividad me viene
de serie. Por eso me cuesta mucho entender las vacaciones como la sustitución
del programa laboral ordinario por otro todavía más frenético y agobiante. Lo ideal es no hacer nada o hacer pocas cosas. Comprendo que, dicho así, suena casi hiriente. Conozco muchas madres de familia para quienes las vacaciones, lejos de significar un período de descanso, implican un aumento del trabajo. Tienen que atender a familiares que llegan, preparar comidas extraordinarias, cuidar de sus hijos o nietos, etc. Quizá
por eso muchas personas adelantan algún día el regreso de las vacaciones.
Necesitan descansar de un ocio que se
ha convertido, en realidad, en un negocio.
Es tal el bombardeo de ofertas, la presión para ver cosas nuevas, la
necesidad de tomar innumerables fotografías digitales… que el deseado descanso
acaba siendo agotador. Y eso que no hemos hablado del famoso síndrome
postvacacional. ¡Bienvenidos a la vida ordinaria!
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