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jueves, 28 de julio de 2016

Meditación breve de una noche de verano

Escribo con la ventana abierta. Son casi las 11 de la noche. Me entra una brisa suave que atempera un poco el bochorno del día. Acabo de ver al papa Francisco por televisión. Se despedía de los jóvenes desde la ventana del Arzobispado de Cracovia. Les ha hablado del diseñador de los materiales de la JMJ, muerto de cáncer el pasado 2 de julio a la edad de 22 años. Se me ha puesto la carne de gallina. Recuerdo algunas de las palabras de Francisco: “Porque la vida es así: hoy estamos aquí, mañana estaremos allá. El problema es escoger el camino justo, como él lo escogió”. Nuestro futuro es siempre incierto. Contamos con la fuerza de la esperanza. Pero la noche sigue siendo noche.

La entrada de ayer, dedicada al sacerdote asesinado en Francia, ha sido una de las más leídas de las últimas semanas. Se ve que el problema del terrorismo nos toca de cerca. No solo por sus consecuencias trágicas sino porque levanta acta de un fracaso colectivo: la incapacidad de construir sociedades abiertas en las que podamos vivir juntos personas de distintas religiones, culturas, lenguas, razas, etc. Vuelve el temor a la conquista musulmana de Europa y, en definitiva, a la islamización forzosa del mundo. El papa Francisco intenta con todas sus fuerzas separar la violencia de la religión islámica, pero algunos hechos son tozudos. El tiempo –que es superior al espacio– nos hará ver la dirección que toman los acontecimientos. La actitud amorosa no se opone a la vigilancia y la astucia.

Desde mi cuarto oigo el ruido de algunos coches que siguen circulando a esta hora. Roma se va acallando poco a poco. A pesar del cansancio acumulado en los últimos días, no tengo sueño. Aprovecho estas horas nocturnas para remansar los recuerdos. Cuando las aguas están muy agitadas no se puede ver el fondo. Y yo necesito ver. La ceguera nos vuelve esclavos. Recuerdo el Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, leído hace un par de décadas. Yo necesito ver. El ruido de la vida no deja ver. A simple vista, parece que no hay correlación entre un efecto acústico y otro visual, pero así lo percibo. Sin silencio no veo. Quizá por eso me gusta la quietud de la noche: porque veo sin luz. Y lo que veo es lo que he escuchado en el evangelio de esta mañana: que “el Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo; el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo” (Mt 13,45-46). El tesoro de la vida está escondido, no se percibe a simple vista. Quien lo encuentra se llena de alegría. Viendo los rostros mustios de muchas personas uno tiene la impresión de que son pocos los que lo han encontrado. Son también pocos los que venden todo lo que tienen. Son muchos los que quieren comprar para tener más. Algo no funciona.

Me da vueltas en la cabeza la expresión de Jesús: tesoro escondido. ¿Es mi fe un tesoro? ¿Me llena de alegría? Me hago estas preguntas porque mi alegría no es diáfana. Quizá estoy un poco ciego. Busco pero no encuentro. El problema es “escoger el camino justo”. Lo acaba de decir el papa Francisco en la noche de Cracovia. Tesoro escondido… camino justo… Me voy a la cama rumiando estas palabras. Mañana será otro día. 

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