Ayer, minutos después de que mi avión de regreso a Roma despegara del aeropuerto Charles de Gaulle de París, en Saint
Etienne du Rouvray, a pocos kilómetros de la capital francesa, dos terroristas, autoproclamados miembros del ISIS, degollaron al anciano sacerdote
Jacques
Hamel mientras celebraba la misa con unas pocas personas. Que Dios acoja a este buen hombre y a todas las víctimas del terrorismo de las últimas semanas en Francia, Alemania y varios países de Oriente Medio. El martirio del sacerdote francés recuerda al sufrido por otros muchos cristianos desde hace años en Siria, Iraq, Nigeria, Pakistán,
Bangladesh y varios países africanos y asiáticos. En algunos casos, se trata de mártires olvidados, casi como de segunda categoría, pero su vida y su testimonio son inapreciables. En Europa ha llamado mucho la atención el asesinato de Jacques Hamel porque es la
primera vez que se produce un asesinato de un sacerdote en una iglesia a manos
de un terrorista islámico. Yo me he acordado enseguida del asesinato del beato Oscar Romero en
1980 cuando estaba también celebrando la misa en una pequeña capilla de San
Salvador.
¿Qué nos está pasando?
¿Por qué el extremismo islámico está golpeando a muchos musulmanes y a bastantes
cristianos? ¿Se trata de lobos solitarios con graves problemas psíquicos –como afirman
algunos expertos– o, más bien, estos casos inhumanos y absurdos –aparentemente aislados– forman parte de una
estrategia de venganza, intimidación y terror, de una "racionalidad invertida"? Es difícil saberlo. Ayer por la noche, en un informativo de la RAI
italiana, escuché a un imán pedir perdón por estos crímenes que él calificó
de “crímenes contra la humanidad”, más allá de la religión de los asesinos o
las víctimas. Por parte cristiana, me gustaron las declaraciones del obispo católico
Vincenzo Paglia,
que animaba a responder a estos ataques llenando las iglesias, mezquitas y
sinagogas, para hacer ver que la religión, cuando se vive con autenticidad, es
siempre fuente de paz y reconciliación, nunca de intolerancia o de muerte.
Yo he hablado con
algunos amigos que se inclinan por una respuesta contundente por parte de las autoridades
europeas: restricciones de entrada en la Unión Europea a los sospechosos de colaboración con el ISIS, mayores controles policiales, bombardeos de las posiciones del Estado Islámico, etc. Creo que algunas medidas represivas son imprescindibles cuando la sinrazón se abre camino. Pero de
ninguna manera hay que dejarse llevar por la venganza y el odio. Una respuesta de este tipo, además de no ser cristiana, no haría sino incrementar la violencia en una imparable cadena acción-reacción de consecuencias imprevisibles.
Por otra parte, tampoco podemos dejarnos intimidar. La gran victoria del terrorismo
consiste precisamente en hacer que una sociedad viva con miedo, que renuncie a moverse con libertad,
a expresar sus ideas, a practicar sus cultos, a divertirse, etc. Inocular el miedo y la venganza en el alma de
un pueblo significa robarle la identidad y el futuro. Nunca tendríamos que caer en
esta trampa. En situaciones como ésta, siempre recuerdo unas palabras de la oración
atribuida a san Francisco de Asís: “Que donde haya odio, ponga yo amor”. La fuerza del amor es más poderosa que cualquier reacción policial o militar. Nos ayuda a mirar a las personas a los ojos, a desarmar sus mecanismos de agresividad, a interrogarnos sobre lo que hemos hecho mal, a buscar las verdaderas causas de estos fenómenos, a purificar las religiones de sus contenidos violentos, a pedirnos perdón, a buscar juntos nuevos caminos de integración sociocultural, a mejorar las condiciones de las sociedades pluralistas, a controlar y tratar a los psicópatas, a practicar el diálogo interreligioso y la colaboración... Si éste no es el camino, ¿cuál?
Gonzalo, gracias por aportar luz en estos momentos difíciles de entender.
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