La última vez que
estuve en la República Democrática del Congo fue en julio de 2012. Sobrevivir entonces
en el aeropuerto de Kinshasa representaba una gran victoria. Las instalaciones
eran elementales y se encontraban en un estado de conservación lastimoso.
Recoger la maleta implicaba toda una aventura. De los funcionarios es mejor no
hablar. Cuando el pasado viernes volví a aterrizar en el aeropuerto de esta
inmensa ciudad, casi no me creía lo que estaba viendo. La terminal internacional
era completamente nueva. Los procedimientos de control de
pasaportes y sanitarios fueron rápidos. Los funcionarios me parecieron amables y eficientes.
Es decir, viví todo lo contrario de lo que había padecido hace cuatro años.
Para rematar las buenas noticias, estaba también concluida la autopista que
conecta el aeropuerto con la ciudad. La última vez habíamos tardado unas dos
horas en hacer el recorrido que el viernes realizamos en unos veinte minutos. ¡Restrégate
los ojos para darte cuenta de que no es un sueño! ¡Bienvenido a un mundo nuevo!
En realidad, el
nuevo aeropuerto y la nueva autopista son solo la expresión de un proceso más
profundo de transformación: cuando se quiere, se puede
cambiar. No es que sea un entusiasta acérrimo del Yes, We Can de Barack Obama, pero creo en el poder de la voluntad
gobernada por la inteligencia y movida por los sentimientos. Congo es un país que posee un gran capital
humano y enormes reservas naturales; es decir, es un país rico. No tiene nada
que ver con Somalia o Sudán del Sur. ¿Por qué, entonces, la mayoría de la población
vive en la pobreza y el país parece (parecía) los restos de una ciudad bombardeada?
De entre las varias razones, hay dos que destacan: la corrupción e
incompetencia de su clase dirigente y los intereses saqueadores de algunas
potencias extranjeras. Cuando ambos factores se modifican, aunque sea
ligeramente, el cambio se nota. Es verdad que nada es duradero sin una
educación de toda la población y sin corregir la injusticia estructural, pero
el hecho de que se perciban cambios transmite un mensaje esperanzador: ¡Es
posible! Sin esta convicción nadie se compromete y todo sigue como siempre.
Hace años, una
religiosa amiga mía –médico por más señas– se fue decepcionada de este país
porque le parecía que la mentira, la pereza y el robo eran la gramática de sus
gentes. Quizá tenía razón observando muchos comportamientos en el pequeño hospital donde trabajaba. Ella no
hablaba de memoria: los sufría en su trabajo al servicio de los más pobres en
una zona rural cercana a Kikwit. Un poco antes, otro claretiano, húngaro de
nacimiento y con varios años de experiencia en este país, repetía con
frecuencia: “Para estar en el Congo se
necesitan tres virtudes: la primera, la paciencia; la segunda, la paciencia; la
tercera, la paciencia”. Creo que tanto la religiosa doctora como el
religioso misionero tenían razón. La combinación de una sana paciencia
histórica (que cree que el tiempo es superior al espacio) y de un esfuerzo
emprendedor (que cree que la realidad es superior a la idea) permiten ir
transformando un país. Se produce entonces un efecto en cadena. Igual que el
mal es contagioso, también el bien llama al bien. Si uno se ve rodeado de
funcionarios corruptos y de gente vaga y mentirosa, acaba acostumbrándose a
este modo de vida hasta el punto de considerarlo normal y de no sentir ganas de
cambiar. Pero si uno ve que hay personas honradas, competentes y con una gran
conciencia cívica, acaba por unirse a ellas. En el fondo, todo el mundo se
siente mejor cuando observa que su país derrota la pobreza endémica y progresa
en varios campos. Y todavía se siente mejor cuando ha contribuido a ese cambio
según sus capacidades y posibilidades. Me gustaría que la próxima vez que
vuelva se hayan multiplicado los signos de un cambio real y duradero.
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