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martes, 19 de julio de 2016

Cuando se quiere se puede cambiar

La última vez que estuve en la República Democrática del Congo fue en julio de 2012. Sobrevivir entonces en el aeropuerto de Kinshasa representaba una gran victoria. Las instalaciones eran elementales y se encontraban en un estado de conservación lastimoso. Recoger la maleta implicaba toda una aventura. De los funcionarios es mejor no hablar. Cuando el pasado viernes volví a aterrizar en el aeropuerto de esta inmensa ciudad, casi no me creía lo que estaba viendo. La terminal internacional era completamente nueva. Los procedimientos de control de pasaportes y sanitarios fueron rápidos. Los funcionarios me parecieron amables y eficientes. Es decir, viví todo lo contrario de lo que había padecido hace cuatro años. Para rematar las buenas noticias, estaba también concluida la autopista que conecta el aeropuerto con la ciudad. La última vez habíamos tardado unas dos horas en hacer el recorrido que el viernes realizamos en unos veinte minutos. ¡Restrégate los ojos para darte cuenta de que no es un sueño! ¡Bienvenido a un mundo nuevo!

En realidad, el nuevo aeropuerto y la nueva autopista son solo la expresión de un proceso más profundo de transformación: cuando se quiere, se puede cambiar. No es que sea un entusiasta acérrimo del Yes, We Can de Barack Obama, pero creo en el poder de la voluntad gobernada por la inteligencia y movida por los sentimientos. Congo es un país que posee un gran capital humano y enormes reservas naturales; es decir, es un país rico. No tiene nada que ver con Somalia o Sudán del Sur. ¿Por qué, entonces, la mayoría de la población vive en la pobreza y el país parece (parecía) los restos de una ciudad bombardeada? De entre las varias razones, hay dos que destacan: la corrupción e incompetencia de su clase dirigente y los intereses saqueadores de algunas potencias extranjeras. Cuando ambos factores se modifican, aunque sea ligeramente, el cambio se nota. Es verdad que nada es duradero sin una educación de toda la población y sin corregir la injusticia estructural, pero el hecho de que se perciban cambios transmite un mensaje esperanzador: ¡Es posible! Sin esta convicción nadie se compromete y todo sigue como siempre.

Hace años, una religiosa amiga mía –médico por más señas– se fue decepcionada de este país porque le parecía que la mentira, la pereza y el robo eran la gramática de sus gentes. Quizá tenía razón observando muchos comportamientos en el pequeño hospital donde trabajaba. Ella no hablaba de memoria: los sufría en su trabajo al servicio de los más pobres en una zona rural cercana a Kikwit. Un poco antes, otro claretiano, húngaro de nacimiento y con varios años de experiencia en este país, repetía con frecuencia: “Para estar en el Congo se necesitan tres virtudes: la primera, la paciencia; la segunda, la paciencia; la tercera, la paciencia”. Creo que tanto la religiosa doctora como el religioso misionero tenían razón. La combinación de una sana paciencia histórica (que cree que el tiempo es superior al espacio) y de un esfuerzo emprendedor (que cree que la realidad es superior a la idea) permiten ir transformando un país. Se produce entonces un efecto en cadena. Igual que el mal es contagioso, también el bien llama al bien. Si uno se ve rodeado de funcionarios corruptos y de gente vaga y mentirosa, acaba acostumbrándose a este modo de vida hasta el punto de considerarlo normal y de no sentir ganas de cambiar. Pero si uno ve que hay personas honradas, competentes y con una gran conciencia cívica, acaba por unirse a ellas. En el fondo, todo el mundo se siente mejor cuando observa que su país derrota la pobreza endémica y progresa en varios campos. Y todavía se siente mejor cuando ha contribuido a ese cambio según sus capacidades y posibilidades. Me gustaría que la próxima vez que vuelva se hayan multiplicado los signos de un cambio real y duradero.

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