Hoy se cumplen 80
años del comienzo de la guerra civil española (1936-1939). No tengo ninguna
víctima entre mis familiares directos –tanto por parte paterna como materna– aunque
sí –y muchas– entre los claretianos mártires, pero toda guerra fratricida es siempre un
asunto de familia. Tampoco tengo competencia histórica para juzgar un
acontecimiento que ha condicionado la evolución posterior de mi país, pero no
puedo evitar el dolor, la tristeza y las infinitas
preguntas. Ya ha pasado mucho tiempo desde el final bélico, pero quizá no ha
llegado del todo el final histórico y afectivo. 80 años equivalen al curso
normal de la vida de un ser humano. Tendría que ser un período suficiente para restañar las heridas, superar las ideologías y dejar que hable la historia. Con independencia de las
interpretaciones que cada uno pueda hacer, hay un hecho irrefutable: toda
guerra –incluso las necesarias y justas– es siempre la prueba de un
fracaso. Los seres humanos recurrimos
a la confrontación extrema cuando no sabemos, no queremos o no podemos abordar
las diferencias y conflictos de manera razonable. Si todo niño que viene al
mundo es la prueba de que la vida humana merece la pena, toda guerra es demostración
del sinsentido y de la muerte. Tal vez por eso los que participaron en ella, de
uno u otro bando, no querían hablar nunca de su experiencia. Así lo confirman
los descendientes de generales republicanos (rojos) y nacionales (azules) en un
interesante reportaje titulado Los hijos de la reconciliación. Quizá un psicólogo se apresuraría a decir que no
hablar de algo significa no asumir las responsabilidades y cargar siempre con
su negatividad. Puede ser. Pero hay también silencios terapéuticos que solo buscan
que las heridas cicatricen antes de proceder a una operación a fondo.
La historia no se
debe olvidar. Yo, que he vivido con testigos directos de la contienda, nunca he
tenido mucho interés en saber lo que
sucedió (aunque ha habido profusión de publicaciones y documentales) pero sí en saber por qué sucedió y, sobre todo, cómo se pudo haber evitado. Sin afinar las
respuestas, las causas que la produjeron pueden seguir latentes y provocar
explosiones incontroladas en cualquier momento. Basta que se produzcan algunos
acontecimientos graves o que alguien tenga interés en avivar las llamas. Es
necesario estudiar lo que condujo a aquel fatídico trienio 1936-1939 y también
la evolución en los 80 años posteriores, conscientes de que toda guerra civil tiene algo de diabólico que escapa a meras interpretaciones humanas. La verdad siempre libera y sana. Pero,
sobre todo, es necesario preparar el día después. Ese día añadido significa la esperanza en que un pueblo que ha sufrido,
que ha descendido al infierno del horror, si es capaz de comprender y perdonar,
puede construir también un futuro prometedor. Las experiencias negativas cuando
se asumen en su raíz nos dan una dosis de humanidad que a menudo no se produce
cuando todo discurre en la rutina de una vida plana y confortable.
Escribo estas
notas rápidas a miles de kilómetros de mi tierra, en un país (Congo) que sufre
también el azote de la guerra civil y que no termina de cerrarla. Las escribo en pleno Jubileo de la Misericordia, un año en que la Iglesia nos invita a vivir la experiencia de la reconciliación en todas las esferas de nuestra vida personal y social. Todo me invita a perdonar, aprender y construir, tres verbos necesarios para el día después.
Reconforta leer y repensar sobre reflexiones como la tuya sobre nuestra terrible guerra civil. Lo triste es que no se ven ni leen ni escuchan este tipo de pensamientos y parece que en tiempos recientes más que a superar ese pasado desde el estudio y reflexión serenos y centrados en la Misericordia se hace desde posiciones que, mås que con finalidad superadora de los errores, se hace con animos revanchistas, con juicios confusos y parciales que buscan màs algún tipo de ventaja que superar lo que entre todos se hizo mal para tratar de que nunca se pueda repetir.
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