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miércoles, 20 de julio de 2016

La verdad es un camino de vida

Hace tiempo que quería escribir sobre los cristianos que tiran la toalla porque no se sienten respaldados por la jerarquía de la Iglesia en su valiente defensa de la fe. La ocasión me la ha brindado la publicación de una interesante entrevista a monseñor Georg Gänswein, prefecto de la Casa Pontifica y secretario personal del papa emérito Benedicto XVI. No hace falta ser un lince para comprender que al George Clooney vaticano –como lo califican algunas revistas de moda– el papa Francisco le desconcierta a veces por sus imprecisiones y salidas de tono. No olvidemos que monseñor Gänswein es alemán, con un sentido del humor en las antípodas del sentido del humor argentino del papa Bergoglio. Naturalmente, el prefecto profesa respeto y obediencia al Papa, pero eso no le impide –en un ejercicio admirable de libertad personal– expresar con mesura sus opiniones y perplejidades. 

En el caso del literato español Juan Manuel de Prada, sus palabras tienen un sabor amargo, de profunda decepción, de noche oscura. Y ése parece ser también el tono de las palabras de Luis Fernando Pérez Bustamente, director de InfoCatólica, en relación con la situación de la Iglesia actual. Desconozco los detalles de la trayectoria personal de ambos y los verdaderos motivos que los han conducido a sentirse ninguneados por la Conferencia Episcopal Española. No juzgo sus decisiones. Admiro su valentía. Los tomo solo como ejemplo de la frustración que hoy viven algunos cristianos apologetas que, dotados en ocasiones de fina inteligencia y buena voluntad, han querido poner sus cualidades al servicio de la Iglesia y, en vez de verse recompensados por ella, se sienten arrinconados o criticados. Solo cabe una actitud de respeto y comprensión.

Pero, más allá de estos casos particulares, me preocupa la proliferación de "supercatólicos" –algunos bien asentados en el mundo digital– que se han convertido en inquisidores de un Santo Oficio redivivo, en expendedores de certificados de catolicismo pata negra. Para ellos, la comprensión de “lo católico” ha quedado fijada –casi petrificada– en lo que en alguna etapa de su vida entendieron como tal. Les cuesta caminar con la Iglesia porque consideran que, tras el Concilio Vaticano II, ha perdido el rumbo. Ya no es lo que era. Los hombres y mujeres inteligentes y santos vivieron antes de 1965. Después, todo ha sido mediocridad y secularización, salvo contadas excepciones. Internet les permite dar caña con absoluta impunidad. Si de ellos dependiera, harían caer fuego sobre quienes no comparten su punto de vista. Su afán no es solo anunciar el trigo bueno del Evangelio sino extirpar cualquier rastro de lo que a ellos les parece cizaña. Por todas partes ven signos de descreimiento, apostasía y mundanidad. Y, sobre todo, en algunos obispos de la Iglesia y hasta en el papa Francisco, todos ellos abonados al relativismo doctrinal y al buenismo moral. Frente a tanta decadencia, ellos representan la “reserva espiritual” de Occidente. Asentados en la verdad absoluta, hay poco margen para la autocrítica.  L’Eglise c’est moi.

Me duele escribir con este tono irónico porque intuyo que, en general, se trata de personas buenas, de fuertes convicciones morales, pero con un serio problema de fondo, tan serio que marca la diferencia entre la fe y sus sucedáneos: han reducido la vida cristiana a doctrina eclesiástica. Su preocupación no es tanto vivir cuanto conservar. Por eso, cualquier cambio les parece una amenaza. Su preocupación es mantener íntegro el “depósito de la fe”. Pero la fe es vida y la vida, por esencia, es cambio, desarrollo. No se trata de cambiar por cambiar, sino de crecer en la verdad de Jesús guiados por el Espíritu Santo, a quien confesamos en el Credo como “Señor y Dador de Vida”. Jesús mismo se ha presentado como el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14,6). Se trata de tres dimensiones que se explican mutuamente. La verdad es una realidad dinámica (camino) que consiste esencialmente en tener vida y vida en abundancia (cf. Jn 10,10). El problema es tan viejo como el cristianismo. Jesús mismo tuvo que corregir en varias ocasiones el celo desmedido de algunos de sus discípulos que no habían entendido la novedad del Reino y la supremacía del amor sobre cualquier ley (cf. Lc 9,54). A lo largo de la historia se han multiplicado los casos de creyentes rígidos que, en virtud de una fidelidad mal entendida, se convirtieron en talibanes de la fe, en verdaderos terroristas del espíritu. Tanto la teología como la psicología han estudiado a fondo este fenómeno que consiste en confundir la radicalidad de la fe con la rigidez del pensamiento. El mismo Pablo de Tarso lo vivió en carne propia en relación con el judaísmo.

La única terapia eficaz es la experiencia de un encuentro personal con Jesús que libera el corazón y la mente y ayuda a reconocer su rostro en la comunidad histórica de la Iglesia, semper reformanda. Se trata de una segunda conversión a la experiencia de la gracia. Por lo general, las simples discusiones teológicas no hacen sino reforzar los propios argumentos, aunque pueden ser útiles para aclarar la experiencia vivida y orientar el camino. A quienes se sienten abandonados por una Iglesia a la que critican sin misericordia siempre les recomiendo el testimonio Iglesia, ¡cuánto te quiero! escrito por Carlo Carretto, un hombre curtido en las mil pruebas de la aventura de la fe. Sus palabras se parecen muy poco a las de quienes han tirado la toalla. Transmiten realismo, pero también una profunda esperanza. Necesitamos testimonios como estos porque no es fácil combatir la batalla de la fe en estos tiempos revueltos.

1 comentario:

  1. Gracias Gonzalo por compartir el texto sobre la Iglesia de Carlos Carretto, para mi, da respuesta a algunas de mis inquietudes.

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