Reconozco que es
un privilegio pasar estos días en Jumuia Beach Resort, en Kanamani-Mombasa, un centro de
convenciones que ofrece hospitality with
a Christian touch (“hospitalidad con un toque cristiano”). Aquí vienen
grupos de diversas denominaciones cristianas para sus encuentros, seminarios,
talleres, etc. Los grupos proceden de Mombasa, de otros lugares de Kenia y
también de varios países europeos y africanos. Vivir a quince metros de la
orilla del mar, darse un baño en agua salada, respirar la brisa marina, caminar
descalzo por la arena sin más presencia que algunos chiquillos que recogen
conchas para engarzarlas en atractivos collares que luego venden a los turistas
es una terapia intensiva que no tiene precio. Es como volver al Génesis y
descubrir que todo era bueno en
contraste con el ritmo urbano, cargado de asfalto, ruido y contaminación. Aunque
yo soy un enamorado de la montaña, de vez en cuando el mar me pone a su nivel. África
puede ofrecer estas cosas como uno de sus mejores tesoros. Aquí la naturaleza
es exuberante, variada, primigenia. Muchos aprecian el coltan, los diamantes, el
oro, la madera. Los chinos han invadido el continente en busca de estas y otras
materias primas como en el pasado lo hicieron los europeos. Yo prefiero
disfrutar del tiempo, el aire, el agua, el silencio… la vida.
Pero el mejor
tesoro de África lo constituyen sus niños y niñas. Están por todas partes. Es
como si el futuro invadiera el presente. Cuando comparo la envejecida Europa
con la juvenil África, no tengo dudas acerca de por dónde va el futuro. En
Europa dominan las personas ancianas con sus bastones, andadores y sillas de
ruedas. Aquí la calle pertenece a los niños y jóvenes. En Europa se discute si
será posible pagar las pensiones a los ancianos por falta de suficientes
cotizantes a la seguridad social. La población pasiva puede llegar a ser casi tan numerosa como la activa dentro de pocos años. Aquí, en África, la
gran preocupación es la educación de los jóvenes, asegurarles un futuro mejor.
En esto hay un gran parecido con lo que se vivió en Europa después de la
segunda guerra mundial.
¿Cómo hemos
llegado hasta aquí? Quizá un célibe no es la persona más adecuada para responder
esta pregunta, pero puede ofrecer con humildad su punto de vista. Hemos querido
vivir una vida muy centrada en el desarrollo del propio yo más que en la
preocupación por los otros y la sociedad. Incluso la maternidad se ha
convertido para algunas mujeres en una experiencia más de desarrollo personal.
Se piensa en función de la propia persona más que en la felicidad del niño que
nacerá. No importa que a los 40 años el embarazo sea de riesgo o que la madre
parezca más la abuela. Lo que cuenta de verdad es que yo elijo el momento una vez que he satisfecho mis objetivos personales
(formativos, laborales, emocionales, etc.). La maternidad y la paternidad
aparecen casi como el último elemento que falta para redondear un currículo
impecable. Me cuesta escribir estas
cosas porque algunos padres y madres modernos se sentirán injustamente
juzgados. No hablo de personas concretas (que pueden tener razones muy
respetables para actuar así) sino de un estilo de vida generalizado que –dicho
de manera un poco grosera– significa pan
para hoy, hambre para mañana. Hoy procuro vivir bien sin caer en la cuenta
de que estoy poniendo las bases para un futuro hipotecado.
Está claro que sin niños no hay futuro. Las sociedades que –por las
razones que sean– renuncian a ellos, los
dosifican de una manera egoísta o los
producen como se fabrica cualquier
artefacto acabarán pagando un altísimo precio. Para empezar, la pérdida de la
alegría y la esperanza. Y luego la humildad para reconocer los propios límites
y dejarse ayudar por los demás y, en definitiva, por Dios.
Por algo Jesús
insistía en que quien no se haga como un
niño no puede entrar en el reino de los cielos. Las personas y sociedades demasiado maduras, demasiado adultas, demasiado
autosuficientes, quizá ganan autonomía y capacidad de placer inmediato (los
niños estorban y condicionan mucho), pero acaban perdiendo el sentido de la
vida porque actúan en contra de él. No necesitan a Dios porque creen que se bastan
por sí mismas y que pueden controlar todo: desde los mercados financieros hasta
los niños que deben nacer cada año. Sin niños, fruto del amor, la desesperanza
se apodera de nosotros, la muerte nos va ganando la batalla. Al tiempo. África
me lo está haciendo ver con mucha claridad.
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