A mediodía termino
mi estancia en Mombasa. Por la noche viajaré en avión a Nairobi para proseguir
mañana por carretera hacia Isiolo, una de
las misiones del norte, no demasiado lejos de la frontera con Etiopía. Han sido dos semanas serenas.
Las aguas turquesas del Océano Índico, con su murmullo constante, han sido la
banda sonora. La brisa marina ha mantenido la temperatura entre 25 y 28 grados. En este paraíso he tenido tiempo para desconectar
de algunas preocupaciones y conectarme con otras, para disfrutar del silencio y
para pensar. He olvidado que vivo en una gran ciudad. No la he echado de menos,
ni siquiera cuando me enteré de que tenemos una alcaldesa nueva: Virginia Raggi, del
movimiento 5 estrellas. He sabido del Brexit
y de los resultados de las elecciones generales en mi país, pero todo me sonaba
a noticias lejanas, como si no tuvieran que ver mucho conmigo. Estas curas de desintoxicación
informativa son beneficiosas. Las dificultades de acceso a internet contribuyen
a que sean más reales.
Ayer domingo, a media
tarde, rematé la compra de algunos pequeños objetos de artesanía a dos de los
vendedores que merodean por la playa. Se trata de una colección de llaveros de
caoba con los nombres de algunas personas grabados. Los muchachos dominan la
técnica. En nuestros regateos pude conocer algo de las condiciones en las que
viven. Uno de ellos me dijo que se llamaba Marco Polo. No sé si es su nombre
real o su nombre de batalla. No importa. Camina siempre descalzo. A veces se
lastima los pies con las conchas incrustadas en la arena de la playa. Vive de
lo que va sacando con la venta de productos del mar y pequeños objetos de
artesanía. Todavía no ha comenzado la temporada alta del turismo, aunque lo hará dentro de
unos días, cuando empiecen a llegar los primeros europeos. Pues bien, Marco
Polo se encaprichó de mis chanclas de baño. Sin rodeos, me pidió que se las
regalase. Confieso que les tenía un cariño especial. Me acompañan siempre en
mis viajes misioneros. Son muy prácticas en los países tropicales. Las compré
hace años en una tienda de ZARA en el aeropuerto de Barcelona. No lo dudé
mucho. Ni corto ni perezoso me las quité, las metí en una bolsa de plástico y
se las entregué a Marco Polo, el aventurero que limita sus sueños a recorrer
las playas de Mombasa descalzo. Estas benditas chanclas se han convertido en un
pequeño símbolo de mi vida misionera. No puedo cantar eso de “En la arena he dejado mi barca” porque
nunca he tenido una. Pero puedo, al menos, susurrar: “En la arena he dejado mis chanclas, junto a ti buscaré otro mar”.
Así ha de ser...:)
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