El 11 de julio de
2010 me encontraba en Mombasa. Al día siguiente volé a Nairobi. El policía que
controló mi pasaporte en el aeropuerto me felicitó efusivamente. El motivo era
claro: España había ganado la Copa del Mundo de fútbol al derrotar por 1 a 0 a
la selección holandesa en Sudáfrica con un golazo de Iniesta que ha pasado a la historia. No participé del delirio que desató la
Roja porque me encontraba a miles de kilómetros de mi país. Pero después vi
varios reportajes de televisión. Ganar la Copa del Mundo hace que la autoestima
colectiva de un país experimente un subidón. Uno nunca sabe por qué suceden estas cosas,
pero suceden. Pareciera que los triunfos deportivos eliminan de un plumazo todos los problemas. No es verdad, pero por unos días se vive ese espejismo.
Por casualidades del destino, ayer me encontraba también en Mombasa. Pude ver completo el partido entre Italia y España en una de las salas de espera del aeropuerto. Yo estaba un poco dividido entre los azules y los rojos (esta vez blancos con extraños elementos decorativos), pero, al final, el corazoncito siempre tira hacia el país de nacimiento. El
resultado es conocido. España perdió 2-0, con lo cual quedó eliminada de la
Eurocopa 2016. Imagino la desilusión de muchas personas que todavía pensaban
que era posible ganar la Eurocopa por tercera vez consecutiva. Esta vez, como
es lógico, ningún empleado del aeropuerto me felicitó al ver mi pasaporte
español.
En el vuelo a
Nairobi, adonde llegué a las 10 de la noche, pensé que el fútbol –el deporte,
en general– es una parábola de la vida: unas veces se gana y otras se pierde. En ninguno de los dos casos debemos desorientarnos. Ni la euforia ni la amargura son buenas compañeras de camino. Hay que saber felicitar con gallardía al adversario, aprender con humildad de los propios errores y seguir luchando tenazmente. Algunos alardean de un
pesimismo con final feliz. Llegan a decir que en la vida “vamos de derrota en
derrota hasta la victoria final”. Yo preferí acordarme de la frase del
Eclesiástico: “No te angusties en tiempo
de adversidad” (2,1). Encajar los contratiempos, lo no previsto y deseado,
es una prueba de la solidez de nuestras convicciones. A menudo nos ayuda a corregir errores y afrontar el futuro con más realismo y determinación.
No escribo más
porque dentro de poco salgo para la misión de Isiolo, en el norte de Kenia. Va
a ser un largo día de viaje.
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